lunes, agosto 26, 2013

En familia

 
Fue Paloma quien me abrió la puerta. Estaba larga y muy flaca pero la habría reconocido igual, porque era mi hermana y teníamos los mismos ojos grandes y tristes de mamá. Me miró sin que su rostro delatara nada de lo que sentía. Podía aceptar su coraje: una vez decidí verla me dije que merecía su odio. Pobrecilla, después que se fue mamá, y ya sin nadie que me defendiera de mi padre, huí yo también, sin pensar en ella.

Mamá se llevó a Enrique pero él tenía apenas tres meses y habría sido un crimen dejarlo. Paloma y yo éramos más grandes y supongo que asumió que yo la cuidaría.  Viéndola ahí, tan delgadita, vestida con una vieja bata que debió ser de mamá y que le queda demasiado grande, no puedo perdonarme el haberla abandonado a su suerte.

No hay coraje en sus ojos.  Su mirada es de total desinterés, como si yo fuera un extraño.

—Soy yo, Javier —le digo y una sonrisa apagada de comisuras tristes se le forma en los labios.

—Lo sé —me contesta—. Lo que no entiendo es a qué regresaste.

Quiero decirle que a buscarla, tengo un lugar donde puedo llevarla, trabajo, pero siento ruido en el dormitorio.

—¿No estás sola? ¿Llegué en mal momento?

Se encoge de hombros y va hacia la estufa a poner café.

De la habitación, cerrando la cremallera de su pantalón, sale mi padre.

—¿Está listo el café, Palomita? —pregunta.

Ella no gira a mirarlo, pero cruza los brazos sobre sus pechos como si quisiera cubrirse, taparse, esconderse. La escena toma un carácter surrealista. Me ha bastado verlo para comprenderlo, pero algo en mi cabeza lo niega, es demasiado horrible. El monstruo no llegaría a tanto. Antes de que pueda gritarle, vocifera que me vaya.  Que no tengo derecho a pisar esa casa, que renuncié a ese derecho el  mismo el día en que me fui.

—Eres un monstruo —le increpo—.  Esto es una aberración.

—Si hasta aprendió a hablar el señorito —me dice lleno de sarcasmo —. Y piensa que eso le permite juzgar a los demás. No tengo que darte explicaciones, Palomita y yo somos felices.  No tienes tú que venir a querer cambiar nuestro estilo de vida.  Y me imagino que querrás llevártela…

—A eso vine, aún antes de saber “esto”. —no tengo el valor de decir el nombre propio.  “Esto” es un eufemismo que suena vacío aún a mis oídos. “Esto” es demasiado oscuro, violento, infame.

—Pues te vas por donde viniste, que Paloma y yo estamos tranquilos, ¿verdad, Palomita?

Mi hermana asiente con la cabeza, de espaldas, sin darnos la cara. Advierto que sus hombros tiemblan e imagino que está llorando silenciosamente.  Me reprocho el haber sido egoísta, el que la dejé sin pensar hasta dónde llegaría mi padre.

—Si mamá estuviera… —le digo con voz amenazante.

—¿Qué crees que haría, si fue por eso que se fue y la dejó? —me dice tranquilamente.

Es un mentiroso, lo sé, mi madre no habría expuesto a Paloma, se la habría llevado con ella.  Mi madre no es así ¿o sí? Él tendrá a Paloma convencida de que mamá la abandonó, de que no la quería. De que nadie la quería. Ni  yo, que me fui sin despedirme, sin decirle que volvería por ella.  Es mentira, nunca pensé volver. Nunca hasta hoy, y ni siquiera sé porqué lo hice.

Paloma se acerca, trayendo en una pequeña bandeja tres tazas de café.

—El café esta listo. Aunque sea por una vez, tomémoslo en paz —nos dice —. Compartiendo en familia, como debe ser.