domingo, febrero 02, 2014

Yatzlé

Un cosquilleo en los ojos despertó a Yatzlé. Una escuela de peces diminutos se alejaba, el roce de algunos de ellos en sus largas pestañas la había hecho abrir los ojos. Reaccionó malhumorada. Como en los últimos siglos, le dolía la cabeza y tenía rígido el cuello. Ya ni llevaba la cuenta del tiempo transcurrido desde que su padre le prohibió moverse. A pesar del aburrimiento a que ello la había condenado, había cumplido con su promesa: le temía a las consecuencias.
 
El problema databa de siglos atrás, cuando aquellos hombres que poblaban la tierra que Yatzlé conocía, y que ella y sus hermanas sostenían sobre sus cabezas, dieron captura a un grupo de sirenas.
─Nadie, pero nadie, me reta. Las sirenas son de mi propiedad ─el grito de su padre hizo temblar a las nereidas, a las oceánides e incluso a los poderosos tritones que no temían a nada. Los delfines, que habían halado su espectacular coche de oro, algas y coral hasta allí, bufaron nerviosos. Las ninfas, las ondinas y las náyades, más tímidas, se pegaron a las rocas, como si eso las hiciera invisibles. Yatzlé y sus múltiples hermanas se quedaron más quietas que quietas.  También temían a la furia de su padre y nunca antes le habían visto tan fúrico.
Con su gigantesco tridente, el dios traspasó la tierra con saña una y otra vez, agitó los mares haciendo que sus cuencas se estremecieran, y ordenó a los tritones hacer otro tanto.  Todos los seres marinos del litoral vieron con horror como aquél área que conocían del planeta se rompía en pedazos. Millones de humanos cayeron al mar perdiendo la vida. Y en la historia de los dioses y de los hombres, la Atlántida quedó fragmentada en islas e islotes.
Hasta aquél momento la vida de Yatzlé y sus hermanas había discurrido tranquila e incluso divertida.  Aunque en su función de sostener ese lado del mundo tenían que permanecer completamente inmóviles, una que otra, de siglo en siglo se tomaba un descanso. Entonces las sirenas y las náyades y las ondinas ocupaban el lugar de la joven que quería un respiro. Esta, libre del peso, podía jugar a su antojo con la inmensa cantidad de hermosos peces y animales marinos que poblaban las aguas más profundas. Yatzlé recordaba muy bien su última vez libre: había jugado con los delfines.  Había nadado junto a las sirenas. Había besado a un tritón que le juró amor por los siglos de los siglos, y a quien su padre desterró a otros mares lejanos cuando fueron delatados por un delfín que sabía que eran medio hermanos.
Pero ni siquiera ese día, cuando su padre le reprochó lo que había hecho, estaba tan enfurecido como ahora.  Eran sus sirenas, era comprensible.  Pero aquella tierra de seres humanos inteligentes, adelantados a su tiempo, era una gran pérdida.  Yatzlé pensaba que su padre se había arrepentido pero para entonces ya no había marcha atrás. Cómo no arrepentirse si con sus propias manos había dado forma a los acantilados y a las costas, creado bahías para el refugio de los buques, suavizado el terreno de las playas.
El acto trajo otras consecuencias.  Por primera vez, y para siempre, Yatzlé y sus hermanas fueron separadas: cada una debía sostener en su cabeza la isla o islote que le fue asignado. Las ninfas, náyades y ondinas fueron a habitar lagos y fuentes, conceptos que Yatzlé no entendía. Las funciones y áreas geográficas de las nereidas, las oceánides y los tritones fueron establecidas.  Ya no había nadie que tomara su lugar permitiéndole a ella y sus hermanas tomar un dulce descanso entre siglos.
Yatzlé había contemplado con horror la faena de su padre y a pesar de los siglos transcurridos no olvidaba el sufrimiento causado a todos los seres marinos y a los de tierra. Consciente de su actual responsabilidad, la joven había permanecido inamovible por siglos y siglos. Pero en los últimos, había comenzado a dolerle la cabeza, el cuello, la espalda. Su estado de ánimo oscilaba entre la depresión y la ira. Añoraba hundirse hasta el fondo del mar a jugar con las criaturas que vivían allí. Mover sus piernas y sentir el roce del agua. Crear pequeñas burbujas a su alrededor con leves soplos produciendo en la superficie olas un poco más fuerte que las naturales. Estirar los brazos, sentirse viva. Recobrar su buen humor.
Le tomó siglos tomar la decisión, y otro puñado más estudiar el ir y venir en la tierra que sostenía.  Era una isla pequeña, de gran tráfico marino en los últimos siglos. Pero había días en que ni un barco visitaba sus costas.  Si esperaba un día de esos y lo aprovechaba, podría descansar un poco. No sería mucho tiempo pero la reanimaría para los siglos futuros.
Apenas amanecía cuando Yatzlé se dio cuenta que no había barcos atracados en los muelles de la isla y ninguno entrando; el mar estaba en completa calma.  Era el momento perfecto.  Estiró una pierna y la tierra sobre su cabeza se cimbreó un poco a la derecha, y en la pequeña isla temblaron los edificios y las casas. El mar se embraveció de repente.  Estiró la otra despacito, con mucho cuidado, y la tierra se cimbreó a la izquierda.  El movimiento se hizo más terrible y se formaron olas inmensas por todas las costas. Yatzlé estiró los brazos hasta casi tocar la superficie del agua, y un inmenso maremoto recubrió la isla.
Respiró aliviada de los calambres que por tantos siglos había soportado. Al percatarse de lo que sucedía, Neptuno mandó preparar su carroza de oro, algas y corales con urgencia pero era demasiado tarde.  Una pequeña isla del Caribe había sido sacudida por dos fuertes temblores, desapareciendo para siempre bajo el maremoto más terrorífico registrado en la historia.
Y los cartógrafos procedieron a borrar el nombre de Puerto Rico de los mapas…