El desierto se había convertido en monte luego de la tormenta. Era como si toda la arena se hubiese aglutinado
para crear una inmensa pirámide, tan sólida, que cualquier esfuerzo por
derrumbarla había sido en vano. Los
camellos resbalaban impedidos de avanzar en aquel suelo de piedras que habían
quedado al descubierto.
Decidieron darle un descanso a los animales que empezaban a endosarse,
rebeldes. Tanto estos como el pequeño grupo de hombres tenían sed porque
en el camino, el único oasis lo habían encontrado seco. Ahmed salió en busca de algún otro lugar a
que pudiesen llevar los camellos a refrescarse.
El cielo se teñía de atardecer cuando llegó a un lago. Este se nutría de
una cascada de agua que se deslizaba por un imponente peñasco. Se sintió
perdido e intentó dar la vuelta a la roca solo para descubrir que era parte de
una inmensa formación, en la que crecía vegetación. Era el oasis más grande que habría imaginado.
Quería sentirse dichoso por su
descubrimiento, pero la noche se venía abajo y no había ni siquiera señas en
las piedras del camino recorrido. Cansado, perdido, era imposible regresar; por
fuerza, esperaría al día para intentar descaminar el camino hasta encontrar el
grupo de hombres y camellos que le esperaban sedientos. Maldijo el tiempo y la noche, y se fue
durmiendo con el acompasado caer del agua.
Soñó que caminaba y caminaba, hasta encontrar una inmensa montaña de oro
que valía mucho más que el petróleo. ¡Era rico! Ya no más cabalgar por el
desierto con la desesperación por encontrar agua, ni sentirse la lengua pesada
por la arena, ni los ojos ciegos y el cuerpo adolorido. Tendría un lugar seguro
donde vivir, tendría el agua que caía en el lago, podría tener consigo a su
mujer, a sus hijos.
Despertó con el sol de la mañana castigando su espalda desnuda, consciente
del preludio a una nueva tormenta de arena. Sin agua, legos de su grupo, ante
una inmensidad de arena, él, su fantasma.