viernes, enero 30, 2015

La lógica



En realidad esto del amor no tenía ninguna lógica. Y yo lo sabía, y tú también.  Pero nos hicimos los locos.  ¿Quién no? Por inesperado, el amor nos dio tan duro.  Fue como si aquella noche, en un salón lleno de gentes, fuese la primera vez que nos viéramos. Como si nunca nos hubiésemos visto a pesar de que nos conocemos de tantos años. Yo noté por primera vez tus ojos ambarinos y la sonrisa abierta, un poquito burlona, al comentario de Andrés. Se burla de él, no lo toma en serio, me dije. Siempre pensé que te colgabas de cada una de sus palabras.  Tu sonrisa me hizo darme cuenta  que sabías que tu marido era un tonto.  Lo era. Porque lo era no sabía apreciarte.

Hice algún gesto, supongo, porque me miraste. Supiste que ahora yo entendía tus quejas de que nunca tomaba en cuenta lo que decías.  De que creía saberlo todo de todo.  Una pesadilla, me comentabas, en tono jocoso. Recién registraba que por adentro te estaba destruyendo el saber que a sus espaldas, se burlaban de su “sabiduría”.
Había cansancio en tu mirada, pero me sonreíste y  te hice un guiño. Te pusiste tan roja que temí que todos se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo entre nosotros. Permaneciste impávida, como si realmente  fueras invisible. Tu marido extendía un telón que hacía que los demás no te viéramos.  Pero esta vez no pudo cubrir mis ojos: veía por primera vez a la mujer hermosa que eres, terriblemente desamada. Me dolían los brazos de las ganas de abrazarte, besarte toda, lamer tu rostro, tu cuerpo, sentirte palpitar entre mis brazos.
Mi imaginación dio rienda suelta y tuve que excusarme. Hace calor, dije, voy por otro trago. Si no escapaba todos se darían cuenta de la erección involuntaria que mi deseo por ti me había causado.  Yo no sé hacerme invisible y no quería delatarnos. Tus ojos me dijeron que éramos cómplices nuevos en esto de amarnos. 
Me seguiste al jardín y sentí tu aroma, ese perfume peculiar a rosas que siempre te envuelve.  Te ofrecí una copa de champagne, de las dos que agarraban mis manos temblorosas. Sin decirme nada rodeaste mi rostro con tus manos y sentí tu lengua jugar con mis labios y abrirlos, tu lengua tibia, traviesa, sabrosa. Quise tomarte en ese momento, allí, donde nadie, o todos, pudieran vernos. Eso no me importaba, solo importaba hacerte mía, reclamarte como tal. 
Tú te apartaste sin dejar que te tomara en mis brazos.  No tiene lógica, Samuel, me dijiste, después de tantos años de conocernos, el amor entre nosotros no tiene lógica. Entraste nuevamente al salón y te colgaste del brazo de Andrés.  Bebí las dos copas de champagne ya sin burbujas, cada una de un sorbo. Tenías razón, esto del amor entre nosotros no tenía lógica.
Lo que no entiendo es por qué aún me duelen los brazos.




viernes, enero 23, 2015

Cuquito y su sabiduría


Tomé la decisión de abrirle a Cuquito una página en Facebook. Algo sencillo para intentar explicar mi locura de pensar en él como un hijo alado.  Para intentar que los demás comprendan, y, a la vez, yo cerciorarme de que hacerlo no es una chifladura.  Y es que Cuquito tiene una sabiduría muy especial, que logró llegar a esa parte de mi corazón que ya consideraba invulnerable: la que se engancha, que se apega, que ama.
Compré a Cuquito sin siquiera saber qué edad tenía, en el solar lateral a Plaza las Américas donde vendían aves exóticas.  Venía de visitar a mi mamá, para ese entonces ya encamada, y decidí entrar a ver las aves, igual que habría podido decidir entrar a las tiendas.  Era domingo soleado y las aves más pequeñas caminaban un círculo ya trazado en el suelo, en grupo: pequeños finches, cotorritas, love birds y cockatiels.  Se adelantaban unas a otras mientras en sus lenguajes parecían conversar. Como si fuera de otro planeta, un cockatiel se empeñaba en caminar por la parte exterior del círculo, solo, apresurado, batiendo las alas, típico de alguien ansioso.
Di un paso al frente para verlo mejor, y él se detuvo a mirarme, como si reconociera que había encontrado a alguien que podía entender su ansiedad.  Me incliné a decirle: ¿qué te pasó?, cuando pude verle el cuello sin plumas. El pajarito levantó la cabeza como si fuera a responderme y el joven que atendía el negoció se acercó a mí. Cómprelo, me dijo con la certeza de que yo estaba en un momento vulnerable. El anterior dueño lo devolvió porque se arranca las plumas, me explicó, pero no tema, le volverán a crecer… ¿Usted tiene hijos? ¿No?  Mejor, así podrá darle más atención.  Es lo que necesita para salir de la depresión y dejar de lastimarse.
Balbuceé que no tenía experiencia con aves deprimidas (no podía contar la mía con las depresiones), y menos con un pajarito que saliera de la jaula (lo deja en ella me dijo el chico, pero le compra juguetes y rápidamente incluyó algunos al paquete que me preparaba).  Lo último que hizo fue echar al pajarito en reversa en una pequeña caja de cartón.  Se llama Cuquito y sabe decir su nombre, añadió a modo de despedida. Aturdida, aún indecisa, habiendo pagado, me fui.
El lunes estuve todo el día tratando de decidir si lo devolvía.  Nervioso, asustado quizás, no cantaba. A la hora de acostarlo, al pasar junto al refrigerador pensé que no había escuchado  hielo caer en todo el día.  Cubrí la jaula con una sábana para que Cuquito durmiera, el congelador se activó y al sonido, rompió a cantar como un loco. Hace diez años de esa tarde. Cuquito efectivamente sabía su nombre, pero jamás le crecieron las plumas del cuello. Alguna que otra que se aventuraba, era siempre  arrancada con un grito.  Al poco tiempo, llegando a Utuado de paseo, me preguntó ¿Qué passshó?  Debe haber tenido esa frase rondando su cerebro, esperando el momento adecuado para devolvérmela, desde la tarde que me escogió.