viernes, septiembre 04, 2015

Ahmed

El desierto se había convertido en monte luego de la tormenta.  Era como si toda la arena se hubiese aglutinado para crear una inmensa pirámide, tan sólida, que cualquier esfuerzo por derrumbarla había sido en vano.  Los camellos resbalaban impedidos de avanzar en aquel suelo de piedras que habían quedado al descubierto. 
Decidieron darle un descanso a los animales que empezaban a endosarse, rebeldes.  Tanto estos como  el pequeño grupo de hombres tenían sed porque en el camino, el único oasis lo habían encontrado seco.  Ahmed salió en busca de algún otro lugar a que pudiesen llevar los camellos a refrescarse. 
El cielo se teñía de atardecer cuando llegó a un lago. Este se nutría de una cascada de agua que se deslizaba por un imponente peñasco. Se sintió perdido e intentó dar la vuelta a la roca solo para descubrir que era parte de una inmensa formación, en la que crecía vegetación.  Era el oasis más grande que habría imaginado.
          Quería sentirse dichoso por su descubrimiento, pero la noche se venía abajo y no había ni siquiera señas en las piedras del camino recorrido. Cansado, perdido, era imposible regresar; por fuerza, esperaría al día para intentar descaminar el camino hasta encontrar el grupo de hombres y camellos que le esperaban sedientos.  Maldijo el tiempo y la noche, y se fue durmiendo con el acompasado caer del agua.
Soñó que caminaba y caminaba, hasta encontrar una inmensa montaña de oro que valía mucho más que el petróleo. ¡Era rico! Ya no más cabalgar por el desierto con la desesperación por encontrar agua, ni sentirse la lengua pesada por la arena, ni los ojos ciegos y el cuerpo adolorido. Tendría un lugar seguro donde vivir, tendría el agua que caía en el lago, podría tener consigo a su mujer, a sus hijos.
Despertó con el sol de la mañana castigando su espalda desnuda, consciente del preludio a una nueva tormenta de arena. Sin agua, legos de su grupo, ante una inmensidad de arena, él, su fantasma.