Comenzó a caminar anocheciendo, cuando el sol ya no castigaba. Todo el día le había estado cegando, entrándole por los ojos que sólo veían dos líneas, que eran otros ojos, ojos de pupilas negras en un mar de blanco nácar. Nácar que se fue tornando rojizo poco a poco con el ahogo. Ojos que le gritaron adios con una mirada silenciosa y triste, sin reproche, que se fue apagando en el atardecer, bajando junto con el sol. Sin algo que le retuviera allí, comenzó el largo camino por un sendero sin rumbo.
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