
—Siéntate aquí—me dice, señalando el sofá en que está sentada. Y me coloco a su lado.
Es una ancianita frágil, la piel arrugada por el sol, la edad indeterminable. El pelo, más canas que hebras negras, recogido en un moño a la nuca. Vestida de medio luto. Una mujer de campo.
—Tengo ochenta y cuatro años —me dice de pronto.
Mi novio, que la oye, me aclara —Tiene noventa años ya.
—Ochenta y cuatro —insiste ella.
Y de veras no sé porqué la anciana piensa que esos seis años hacen diferencia.
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