Era el tiempo de las bicicletas. Todos los chicos del barrio parecían tener
una, regalo de los Reyes Magos. Todos, menos yo. Los Reyes no habían alcanzado a pasar por mi
casa, o, para cuando lo hicieron, se les habían acabado las bicicletas. El caso era que próximo a empezar las clases
no tenía yo una bicicleta en que ir a la escuela. Me roía la envidia. Envidia de la mala. Todos los días esperaba que alguno de mis
amigos se cayera de su bicicleta y esta se hiciera pedazos bajo las ruedas de
un auto.
Interrogué a mi padre, pensando que ya que los Reyes no lo habían hecho, él
pudiera conseguirme la bicicleta. Se me
quedó mirando con los ojos tristes, “ay m’ijo cuánto me gustaría complacerlo,
pero no tengo el dinero. Ujté sabe que
lo que gano apenas nos da pa’la comi’a”. Y yo me quedé plantado con los puños
apretados, furioso con mi padre, pensando que estaba dispuesto a dejar de comer
con tal de tener una bicicleta.
Pasó el tiempo de las bicicletas, al final del cual yo tenía una que mi
padre había encontrado rota y me reparó.
No era tan veloz como las de mis amigos, el sillín era muy viejo, y mis compañeros
le hacían ronda para burlarse. Me juré
que nunca perdonaría a los Reyes. Y
tampoco a mi padre que solo me había conseguido esta bicicleta vieja.
Han pasado los años y tengo mis propios hijos. Cuando me piden juguetes o ropa de moda que no
puedo costear, siento ira y vergüenza, y me doy cuenta del valor de mi padre al
confesar que lo que teníamos apenas nos daba para comer. Ahora, solo deseo poder llenar sus zapatos.
1 comentario:
tia, me encantan tus cuentos.
me ENCANTAN.
me hacen muy feliz.
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