Fue Paloma quien me abrió la puerta. Estaba
larga y muy flaca pero la habría reconocido igual, porque era mi hermana y
teníamos los mismos ojos grandes y tristes de mamá. Me miró sin que su rostro
delatara nada de lo que sentía. Podía aceptar su coraje: una vez decidí verla me
dije que merecía su odio. Pobrecilla, después que se fue mamá, y ya sin nadie
que me defendiera de mi padre, huí yo también, sin pensar en ella.
Mamá se llevó a Enrique pero él tenía
apenas tres meses y habría sido un crimen dejarlo. Paloma y yo éramos más
grandes y supongo que asumió que yo la cuidaría. Viéndola ahí, tan delgadita, vestida con una
vieja bata que debió ser de mamá y que le queda demasiado grande, no puedo
perdonarme el haberla abandonado a su suerte.
No hay coraje en sus ojos. Su mirada es de total desinterés, como si yo
fuera un extraño.
—Soy yo, Javier —le digo y una sonrisa
apagada de comisuras tristes se le forma en los labios.
—Lo sé —me contesta—. Lo que no entiendo
es a qué regresaste.
Quiero decirle que a buscarla, tengo un
lugar donde puedo llevarla, trabajo, pero siento ruido en el dormitorio.
—¿No estás sola? ¿Llegué en mal momento?
Se encoge de hombros y va hacia la estufa
a poner café.
De la habitación, cerrando la cremallera
de su pantalón, sale mi padre.
—¿Está listo el café, Palomita? —pregunta.
Ella no gira a mirarlo, pero cruza los
brazos sobre sus pechos como si quisiera cubrirse, taparse, esconderse. La
escena toma un carácter surrealista. Me ha bastado verlo para comprenderlo,
pero algo en mi cabeza lo niega, es demasiado horrible. El monstruo no llegaría
a tanto. Antes de que pueda gritarle, vocifera que me vaya. Que no tengo derecho a pisar esa casa, que
renuncié a ese derecho el mismo el día
en que me fui.
—Eres un monstruo —le increpo—. Esto es una aberración.
—Si hasta aprendió a hablar el señorito
—me dice lleno de sarcasmo —. Y piensa que eso le permite juzgar a los demás.
No tengo que darte explicaciones, Palomita y yo somos felices. No tienes tú que venir a querer cambiar
nuestro estilo de vida. Y me imagino que
querrás llevártela…
—A eso vine, aún antes de saber “esto”.
—no tengo el valor de decir el nombre propio.
“Esto” es un eufemismo que suena vacío aún a mis oídos. “Esto” es demasiado
oscuro, violento, infame.
—Pues te vas por donde viniste, que Paloma
y yo estamos tranquilos, ¿verdad, Palomita?
Mi hermana asiente con la cabeza, de
espaldas, sin darnos la cara. Advierto que sus hombros tiemblan e imagino que
está llorando silenciosamente. Me
reprocho el haber sido egoísta, el que la dejé sin pensar hasta dónde llegaría
mi padre.
—Si mamá estuviera… —le digo con voz
amenazante.
—¿Qué crees que haría, si fue por eso que
se fue y la dejó? —me dice tranquilamente.
Es un mentiroso, lo sé, mi madre no habría
expuesto a Paloma, se la habría llevado con ella. Mi madre no es así ¿o sí? Él tendrá a Paloma
convencida de que mamá la abandonó, de que no la quería. De que nadie la
quería. Ni yo, que me fui sin despedirme,
sin decirle que volvería por ella. Es
mentira, nunca pensé volver. Nunca hasta hoy, y ni siquiera sé porqué lo hice.
Paloma se acerca, trayendo en una pequeña
bandeja tres tazas de café.
—El café esta listo. Aunque sea por una
vez, tomémoslo en paz —nos dice —. Compartiendo en familia, como debe ser.
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