Los gritos y las risas de los niños que
juegan en la calle la distraen de su intento por recordar las notas musicales
de la pieza que toca al piano. Herodes duerme imperturbable sobre la tapa
superior. Con los años, su frondoso y brillante pelaje gris se ha hecho escaso
y opaco. Parcialmente ciego, dormita por
horas cerca de su ama.
La melodía con que aporrea el piano es la
única que aprendió de memoria en las lecciones que tomó de joven. De niña, escuchaba a su padre interpretarla y
tiene varias cajas de música que al abrirlas hacen volar las notas de la conocida
sonata. Es una colección pequeña que
comenzó con el regalo de un admirador que conocía de su gusto. Cuando
desempolva, les da cuerda para deleitarse con su música y saborear los recuerdos
de su infancia y del compañero de vida que murió hace años. Recuerdos con sabor
a mango y a fresas.
Se levanta de la banquilla, se asoma a la
ventana y los niños por un momento guardan silencio. Le temen.
“La vieja loca”, la llaman entre ellos y alguno, más valiente, lo grita
en la noche frente a su casa. Se hace la desentendida. Vive sola, con un gato
por única compañía, y son muchos los años que tiene, así que efectivamente es
vieja. Tiene mucho de excéntrica, se
podría decir que es loca: habla sola, le habla a sus plantas, a Herodes que le
contesta en maullidos que ella entiende, y se pasa horas en el sillón con el
gato en los brazos.
El felino se le enreda en las piernas ronroneando
muy bajito y sonríe al recordar que le escogió el nombre con el propósito de
amedrentar a los niños. La sonrisa es una de complicidad con el universo, y le
suaviza el rostro, dando señales de que, de joven, pudo haber sido hermosa.
Recoge al gato en sus brazos; a su fiel
compañero de los últimos años le queda poco tiempo. Muere víctima del inexorable paso del tiempo,
como morimos todos, piensa. Lo
estrecha contra el pecho, no se siente preparada para dejarlo ir pero tampoco
quiere que el animal sufra. Es inminente
la decisión y no puede evitar las lágrimas que se asoman a sus ojos diminutos,
de un verde desteñido.
Mece al gato como a un recién nacido. Es un hijo, que, como ella, está consumiendo
los últimos días que le quedan de vida. Lo abraza mientras entona la melodía
que practicaba y es inesperado el torrente de lágrimas que la apabulla. Su cuerpo
se dobla empequeñeciéndose aún más, mientras escapan de lo más profundo de su
pecho unos sollozos roncos que le laceran las entrañas.
Se sienta con dificultad en el sillón y
mientras acaricia a su niño bonito, tararea, apenas audible, una canción de
cuna.
2 comentarios:
Un bello y tierno relato que leí en el blog de Quirico pero que me trajo hacia ti con ganas de visitar tu casa. felicidades. Un saludo
Gracias, María José..
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