“Los dientes de la Rosa muerden”, me dijo el hombrecito cuando
me presenté, aún antes de que le dijera a lo que venía. Se me quedó mirando pensando quizás que iba a
rebatirle diciéndole lo que a mí me parecía obvio, “las Rosas no muerden”. Afortunadamente antes de que lo dijera en voz
alta, me di cuenta que no puedo juzgar a las demás por una Rosa. Siempre le dije a mi mamá que no había tenido
ni imaginación ni gusto al ponerme nombre, así que bien mirado el problema es que
yo soy una falsa Rosa.
Por años quise ser Patricia porque Patricia era libre y
sabía reír y, ahora se me ocurre, también tenía dientes que mordían. Era
arriesgada, aventurera, coqueta y llamativa y la parimos entre un hipnotista y
yo en una tarde. Me la entregó hecha
mujer en su voz sensual y exquisita envuelta en un casete. La lengua del hombre se enredaba en su voz y
su voz en mi cerebro despertando unas ansiedades y necesidades en mí de tal
naturaleza que insuflaban vida a Patricia en mi cuerpo.
Nunca antes había sabido lo que es estar
obsesionada. Aprendí que si tengo que
definirme a base de uno de los sentidos
yo definitivamente soy auditiva. Estaba
encaprichada con aquél hombre que era el único que sabía que Patricia me
habitada.
Como la recién llegada-nacida no tenía remilgos se
ocupaba de que cada mediodía yo llamara al hipnotista. Así ambas escuchábamos su
saludo para inmediatamente colgarle sin delatarnos. Imagino que le
interrumpimos más de una digestión, pero no sé hasta dónde los hipnotistas
puedan sentirse amenazados por sus hipnotizados y si tendría razones para
pensar que la llamada la hacía uno de sus pacientes.
De pronto y casi sin darme cuenta, me encontré moviéndome
en mi oficina como Patricia, deslizándome al caminar como ella, riendo su risa
fresca y gutural y, lo que era aún peor, sosteniendo la mirada de los hombres,
o buscándola si no me miraban, con el desparpajo propio de ella.
El corazón amenazaba con salírseme del pecho, frase trillada
pero completamente verdadera en este caso.
Me encontré pensando que podía ser promiscua, adúltera e infiel, sin
remordimiento alguno, con solo permitir que el ser que se había posesionado de
mi cuerpo actuara. Asustada tomé una decisión
de la cual ahora me arrepentía: encerrar a Patricia en el estuche del casete,
deshacerme de él y olvidarme del hombre.
De igual forma que vuelve al criminal al lugar del crimen
regresaba habiéndome dado el permiso de buscar al hipnotista para que me
ayudara a resucitar a Patricia. Balbuceé como pude, porque reconozco que aquél
hombrecito, aunque diminuto me resultaba imponente, que buscaba al terapista
que residía allí y al que había visitado años atrás.
“Solo una vez les está permitido venir por su verdadero
nombre”, me dijo con una voz tronante que
desmentía su tamaño. Sentencioso añadió,
“oportunidad desperdiciada es oportunidad perdida para siempre”.
Gemí que no podía ser, que era injusto, que reconocía que
había actuado precipitadamente pero en aquel entonces era demasiado asustadiza,
inhibida, frágil, inmadura... “Estaba
casada”, le dije como si eso explicara porqué el sol se pone cuando
atardece.
Me vio tan abatida que debió cogerme lástima, y con
cautela me preguntó si tenía otro nombre.
“Margarita”, le dije, “pero imagínese, las Margaritas silvestres, esas ni
siquiera pueden aspirar a parecerse a las Rosas, menos aún a…” No me dejó
terminar. Con una amplia sonrisa que me
dejó ver sus dientes blancos y perfectos, me dijo, “no crea, no se menosprecie,
hay unas variedades magníficas entre las Margaritas africanas…”
2 comentarios:
Genial
Me encanto
Gracias, Lucille. Sabes porqué, ahora, siempre añado el Margarita...
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