Un cosquilleo en los ojos despertó a Yatzlé. Una escuela de peces diminutos se alejaba, el roce de algunos de ellos en sus largas pestañas la había hecho abrir los ojos. Reaccionó malhumorada. Como en los últimos siglos, le dolía la
cabeza y tenía rígido el cuello. Ya ni llevaba la cuenta del tiempo transcurrido desde que su padre le prohibió moverse. A pesar del aburrimiento a que ello la había condenado, había cumplido con su promesa: le temía a las consecuencias.
El
problema databa de siglos atrás, cuando aquellos hombres que poblaban la tierra
que Yatzlé conocía, y que ella y sus hermanas sostenían sobre sus cabezas,
dieron captura a un grupo de sirenas.
─Nadie,
pero nadie, me reta. Las sirenas son de mi propiedad ─el grito de su padre hizo
temblar a las nereidas, a las oceánides e incluso a los poderosos tritones que
no temían a nada. Los delfines, que habían halado su espectacular coche de oro,
algas y coral hasta allí, bufaron nerviosos. Las ninfas, las ondinas y las
náyades, más tímidas, se pegaron a las rocas, como si eso las hiciera
invisibles. Yatzlé y sus múltiples hermanas se quedaron más quietas que quietas. También temían a la furia de su padre y nunca
antes le habían visto tan fúrico.
Con
su gigantesco tridente, el dios traspasó la tierra con saña una y otra vez,
agitó los mares haciendo que sus cuencas se estremecieran, y ordenó a los
tritones hacer otro tanto. Todos los
seres marinos del litoral vieron con horror como aquél área que conocían del
planeta se rompía en pedazos. Millones de humanos cayeron al mar perdiendo la
vida. Y en la historia de los dioses y de los hombres, la Atlántida quedó fragmentada
en islas e islotes.
Hasta
aquél momento la vida de Yatzlé y sus hermanas había discurrido tranquila e
incluso divertida. Aunque en su función de
sostener ese lado del mundo tenían que permanecer completamente inmóviles, una
que otra, de siglo en siglo se tomaba un descanso. Entonces las sirenas y las
náyades y las ondinas ocupaban el lugar de la joven que quería un respiro.
Esta, libre del peso, podía jugar a su antojo con la inmensa cantidad de
hermosos peces y animales marinos que poblaban las aguas más profundas. Yatzlé
recordaba muy bien su última vez libre: había jugado con los delfines. Había nadado junto a las sirenas. Había
besado a un tritón que le juró amor por los siglos de los siglos, y a quien su
padre desterró a otros mares lejanos cuando fueron delatados por un delfín que sabía
que eran medio hermanos.
Pero
ni siquiera ese día, cuando su padre le reprochó lo que había hecho, estaba tan
enfurecido como ahora. Eran sus sirenas,
era comprensible. Pero aquella tierra de
seres humanos inteligentes, adelantados a su tiempo, era una gran pérdida. Yatzlé pensaba que su padre se había
arrepentido pero para entonces ya no había marcha atrás. Cómo no arrepentirse
si con sus propias manos había dado forma a los acantilados y a las costas,
creado bahías para el refugio de los buques, suavizado el terreno de las
playas.
El
acto trajo otras consecuencias. Por
primera vez, y para siempre, Yatzlé y sus hermanas fueron separadas: cada una
debía sostener en su cabeza la isla o islote que le fue asignado. Las ninfas,
náyades y ondinas fueron a habitar lagos y fuentes, conceptos que Yatzlé no
entendía. Las funciones y áreas geográficas de las nereidas, las oceánides y
los tritones fueron establecidas. Ya no había
nadie que tomara su lugar permitiéndole a ella y sus hermanas tomar un dulce
descanso entre siglos.
Yatzlé
había contemplado con horror la faena de su padre y a pesar de los siglos
transcurridos no olvidaba el sufrimiento causado a todos los seres marinos y a
los de tierra. Consciente de su actual responsabilidad, la joven había
permanecido inamovible por siglos y siglos. Pero en los últimos, había
comenzado a dolerle la cabeza, el cuello, la espalda. Su estado de ánimo
oscilaba entre la depresión y la ira. Añoraba hundirse hasta el fondo del mar a
jugar con las criaturas que vivían allí. Mover sus piernas y sentir el roce del
agua. Crear pequeñas burbujas a su alrededor con leves soplos produciendo en la
superficie olas un poco más fuerte que las naturales. Estirar los brazos,
sentirse viva. Recobrar su buen humor.
Le
tomó siglos tomar la decisión, y otro puñado más estudiar el ir y venir en la
tierra que sostenía. Era una isla
pequeña, de gran tráfico marino en los últimos siglos. Pero había días en que
ni un barco visitaba sus costas. Si
esperaba un día de esos y lo aprovechaba, podría descansar un poco. No sería
mucho tiempo pero la reanimaría para los siglos futuros.
Apenas
amanecía cuando Yatzlé se dio cuenta que no había barcos atracados en los
muelles de la isla y ninguno entrando; el mar estaba en completa calma. Era el momento perfecto. Estiró una pierna y la tierra sobre su cabeza
se cimbreó un poco a la derecha, y en la pequeña isla temblaron los edificios y
las casas. El mar se embraveció de repente.
Estiró la otra despacito, con mucho cuidado, y la tierra se cimbreó a la
izquierda. El movimiento se hizo más
terrible y se formaron olas inmensas por todas las costas. Yatzlé estiró los
brazos hasta casi tocar la superficie del agua, y un inmenso maremoto recubrió
la isla.
Respiró
aliviada de los calambres que por tantos siglos había soportado. Al percatarse
de lo que sucedía, Neptuno mandó preparar su carroza de oro, algas y corales
con urgencia pero era demasiado tarde.
Una pequeña isla del Caribe había sido sacudida por dos fuertes
temblores, desapareciendo para siempre bajo el maremoto más terrorífico
registrado en la historia.
Y
los cartógrafos procedieron a borrar el nombre de Puerto Rico de los mapas…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario