Hace varios años que con
algo de pena guardé en la tablilla más alta de un armario las muñecas de
porcelana que tenía en mi habitación.
Desde allí en ocasiones me miran con ojos llenos de reproche, como me
imagino que me mirará la hija que no tuve y ahora también me mira aquella que
ni siquiera pude parir en el papel.
Intenté convencerla que
naciera. Comencé por explicarle porqué no tendría padre. También le expliqué porqué no le daría un
nombre propio. Ahí el texto y yo comenzamos un descenso lento por una inmensa
chorrera demasiado almibarada para mi gusto. Inesperadamente, me atasqué.
Intenté despegarme para reanudar el escrito, pero no encontré manera. Rumbo a casa el jueves pasado
en la noche me di cuenta de dónde reside el problema: soy incapaz de parir, y
mucho menos a mí misma.
Mi madre me contaba que
estuvo con dolores de parto casi dieciocho horas, luego de las cuales, pasmados
los dolores y el parto, tuvieron que someterla a una cesárea para que yo
naciera. Siempre he pensado que en algún
momento, por pura cobardía, por intuición, o ambas, me aferré a sus entrañas
para quedarme en aquél lugar calientito y seguro donde el batir del agua tibia
me acunaba y amortiguaba los sonidos que me herían.
Destinada a nacer no
podían permitirme estar tranquila, así que vine al mundo en contra de mi mejor
criterio. Decía mi madre que de
cualquier cosa me asustaba y recurría al llanto, preludio y práctica para la
vida que me estaba esperando.
Si alguna vez pensé, soñé,
anhelé, tener un hijo o una hija, muy pronto comprendí que no sometería a una
criatura a las experiencias de la vida. Puedo vivir con las miradas de reproche
de muñecas calladas y de hijas no nacidas, pero no podría dormir tranquila sabiendo
que serví de instrumento para arrancar de su lugar seguro a un alma.
Definitivamente, sin pena ni arrepentimientos,
ni siquiera en el papel quiero parir una hija y menos aún si ella es mi reflejo.
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