Estábamos en mitad de la calle, discutiendo. Yo
gritaba. Lucía trataba de explicarme los conceptos de karma y nirvana. Me decía
que éramos producto de muchas existencias y que luego de cumplir nuestro karma,
a través de vidas en que adelantábamos y retrocedíamos en nuestro desarrollo
espiritual, alcanzábamos el nirvana. Satisfecho nuestro karma, al morir hay
gran nirvana, y entonces, la extinción, que no es otra cosa sino transformarnos
en parte del universo. Me explicó también que en otras vidas habíamos podido
ser hombres o mujeres, animales o insectos, y que solo las rocas y las plantas
no tienen espíritu.
Yo no la entendía porque la dichosa explicación en
aquel momento no tenía sentido para mí y porque ¿cómo es eso de que Dios nos
creó con karma? ¿Nos sacó de un cementerio chatarra de almas viejas?
Muchas veces instigaba, con su peleíta monga, una
fuerte discusión en que yo perdía la cabeza, y antes de llegar al extremo de
pegarle me iba, tirando la puerta. Tardaba horas y hasta días en volver. En una de esas ausencias comenzó a tomar
lecciones de yoga, para “liberarme del estrés”, me dijo. Según ella, eso la ayudaría a bregar mejor
conmigo. Varias veces pensé irme sin vuelta, pero ella me gustaba mucho como
mujer y era muy apasionada, la mejor amante que había tenido
Esta vez no iba a enredarme con su palabrería: sabía
muy bien lo que había visto. Ella, despidiéndose con un beso de su instructor
de yoga. Yo había ido, sin avisarle, a buscarla para llevarla a cenar. Después de que él se fue, nos quedamos en
medio de la calle, discutiendo. Le grité que si me ponía los cuernos la mataba.
Ella comenzó a hablar del karma y el nirvana. Después de cuestionar el sin
sentido de su explicación le dije que no me faltara el respeto ni intentara
confundirme como hacía en otras ocasiones porque esta vez no iba a salirse con
la suya. Me le acerqué amenazante y
ella, asustada, se fue corriendo.
Volví a la casa a esperarla para pedirle perdón, pero
esa noche fue ella la que no llegó. Vino
en la mañana a bañarse y cambiarse de ropa, y me dijo que había pasado la noche
en casa de Dagmar, su mejor amiga. Sabía
que yo detestaba a la susodicha. Desde que me conoció, Dagmar la cogió conmigo
y delante de mí se atrevió decirle que yo era basura, que no servía, que con el
genio que tenía era capaz de matarla.
Estaba seguro de que Dagmar la había envenenado en
contra mía. Empezaron a salir juntas
nuevamente como cuando antes de conocernos y llegaba tarde, sin
explicaciones.
─Tú me la estás pegando ─le dije esa noche cuando
llegó.
Ella no lo negó, pero sí me dijo que estaba harta de
mis celos, que era mejor que lo dejáramos, que a estas alturas en nuestra
relación no tenía caso el que siguiéramos peleando contra nuestro karma. Insistió en que me fuera, y confieso que lo
vi todo negro. A mí, ella no me pegaba
impunemente los cuernos. Gritó al primer
golpe y siguió gritando incluso cuando intentó hacerme frente. La empujé al
suelo y escuché el sonido al pegar su cabeza contra la mesa de centro, esa, la
que siempre le dije que estorbaba. Hizo
un ruido como cuando un coco seco se estrella en la carretera. Ella se quedó muy quieta y no me quedé a ver
si estaba muerta o solo inconsciente.
Me monté en mi auto e iba a no sé cuántas millas por
hora, cuando una goma estalló al chocar con la curva y perdí el control del
auto. Los paramédicos dijeron que mi muerte fue instantánea. Luego sentí el
tirón y me vi correr por un laberinto oscuro lleno de seres extraños con caras
distorsionadas. Entidades que emitían alaridos espantosos mientras intentaban
agarrarme. Corrí hasta ver la luz, y por primera vez entendí lo que Lucía había
intentado decirme del karma. Para mí no habría nirvana. Mi espíritu acababa de
retroceder cien años luz en su paso por el mundo.
Prefiero pensar que nunca recordaré esta
reencarnación. Contrario a lo que pensaba Lucía, las piedras sí tienen
espíritu, hay alma dentro de ellas. Somos el escalafón más bajo, el más
miserable en el desarrollo espiritual de los seres humanos. Soy una piedra en
el camino, en un parque precioso, lleno de plantas florales hermosas y
fastuosos árboles. Una roca lo suficientemente grande como para no pasar
desapercibida por los perros que traen a mear y cagar aquí. Cada vez que alguno levanta la pata frente a mí,
escucho que del rosal más cercano sale una risa. No sé si es que tan cerca del suelo, el viento
y las hojas me juegan una travesura o si
Lucia se divierte, aunque esté purgando su engaño…
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