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Compré a Cuquito sin siquiera saber qué edad tenía, en
el solar lateral a Plaza las Américas donde vendían aves exóticas. Venía de visitar a mi mamá, para ese entonces
ya encamada, y decidí entrar a ver las aves, igual que habría podido decidir
entrar a las tiendas. Era domingo
soleado y las aves más pequeñas caminaban un círculo ya trazado en el suelo, en
grupo: pequeños finches, cotorritas, love birds y cockatiels. Se adelantaban unas a otras mientras en sus
lenguajes parecían conversar. Como si fuera de otro planeta, un cockatiel se
empeñaba en caminar por la parte exterior del círculo, solo, apresurado,
batiendo las alas, típico de alguien ansioso.
Di un paso al frente para verlo mejor, y él se detuvo
a mirarme, como si reconociera que había encontrado a alguien que podía
entender su ansiedad. Me incliné a decirle:
¿qué te pasó?, cuando pude verle el cuello sin plumas. El pajarito levantó la
cabeza como si fuera a responderme y el joven que atendía el negoció se acercó
a mí. Cómprelo, me dijo con la certeza de que yo estaba en un momento
vulnerable. El anterior dueño lo devolvió porque se arranca las plumas, me
explicó, pero no tema, le volverán a crecer… ¿Usted tiene hijos? ¿No? Mejor, así podrá darle más atención. Es lo que necesita para salir de la depresión
y dejar de lastimarse.
Balbuceé que no tenía experiencia con aves deprimidas
(no podía contar la mía con las depresiones), y menos con un pajarito que
saliera de la jaula (lo deja en ella me dijo el chico, pero le compra juguetes
y rápidamente incluyó algunos al paquete que me preparaba). Lo último que hizo fue echar al pajarito en
reversa en una pequeña caja de cartón. Se
llama Cuquito y sabe decir su nombre, añadió a modo de despedida. Aturdida, aún
indecisa, habiendo pagado, me fui.
El lunes estuve todo el día tratando de decidir si lo
devolvía. Nervioso, asustado quizás, no
cantaba. A la hora de acostarlo, al pasar junto al refrigerador pensé que no
había escuchado hielo caer en todo el
día. Cubrí la jaula con una sábana para
que Cuquito durmiera, el congelador se activó y al sonido, rompió a cantar como
un loco. Hace diez años de esa tarde. Cuquito efectivamente sabía su nombre,
pero jamás le crecieron las plumas del cuello. Alguna que otra que se
aventuraba, era siempre arrancada con un
grito. Al poco tiempo, llegando a Utuado
de paseo, me preguntó ¿Qué passshó? Debe
haber tenido esa frase rondando su cerebro, esperando el momento adecuado para
devolvérmela, desde la tarde que me escogió.
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