En realidad esto del amor no tenía ninguna lógica. Y yo lo sabía, y tú
también. Pero nos hicimos los
locos. ¿Quién no? Por inesperado, el
amor nos dio tan duro. Fue como si aquella
noche, en un salón lleno de gentes, fuese la primera vez que nos viéramos. Como
si nunca nos hubiésemos visto a pesar de que nos conocemos de tantos años. Yo
noté por primera vez tus ojos ambarinos y la sonrisa abierta, un poquito
burlona, al comentario de Andrés. Se burla de él, no lo toma en serio, me dije.
Siempre pensé que te colgabas de cada una de sus palabras. Tu sonrisa me hizo darme cuenta que sabías que tu marido era un tonto. Lo era. Porque lo era no sabía apreciarte.
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Había cansancio en tu mirada, pero me sonreíste y te hice un guiño. Te pusiste tan roja que temí
que todos se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo entre nosotros. Permaneciste
impávida, como si realmente fueras invisible.
Tu marido extendía un telón que hacía que los demás no te viéramos. Pero esta vez no pudo cubrir mis ojos: veía
por primera vez a la mujer hermosa que eres, terriblemente desamada. Me dolían
los brazos de las ganas de abrazarte, besarte toda, lamer tu rostro, tu cuerpo,
sentirte palpitar entre mis brazos.
Mi imaginación dio rienda suelta y tuve que excusarme. Hace calor, dije,
voy por otro trago. Si no escapaba todos se darían cuenta de la erección
involuntaria que mi deseo por ti me había causado. Yo no sé hacerme invisible y no quería
delatarnos. Tus ojos me dijeron que éramos cómplices nuevos en esto de
amarnos.
Me seguiste al jardín y sentí tu aroma, ese perfume peculiar a rosas que
siempre te envuelve. Te ofrecí una copa
de champagne, de las dos que agarraban mis manos temblorosas. Sin decirme nada
rodeaste mi rostro con tus manos y sentí tu lengua jugar con mis labios y
abrirlos, tu lengua tibia, traviesa, sabrosa. Quise tomarte en ese momento,
allí, donde nadie, o todos, pudieran vernos. Eso no me importaba, solo
importaba hacerte mía, reclamarte como tal.
Tú te apartaste sin dejar que te tomara en mis brazos. No tiene lógica, Samuel, me dijiste, después
de tantos años de conocernos, el amor entre nosotros no tiene lógica. Entraste nuevamente
al salón y te colgaste del brazo de Andrés.
Bebí las dos copas de champagne ya sin burbujas, cada una de un sorbo. Tenías
razón, esto del amor entre nosotros no tenía lógica.
Lo que no entiendo es por qué aún me duelen los brazos.
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