Ya no hago
burbujas de jabón, tampoco las hago de sueños.
Con el tiempo he ido perdiendo ilusiones y no espero mucho de la
vida. Reconozco que las personas que
tienen metas, fantasías, quimeras, como quieran llamarlas, son más felices. Yo
no tengo. No me las quitaron los golpes
de la vida, porque mirando a mi alrededor
reconozco que hay cruces mucho más pesadas que la mía. Tengo salud, un
techo, comida segura, y venido a ver, tengo más de muchas cosas que no necesito de lo que el promedio de la gente
tiene. Eso sí, tengo la mala costumbre de decir que estoy sola, que me habría
gustado tener un compañero. Que tuve tres que no hacen uno es cierto. La cuestión es que eso es lo único que deseo y
no tengo y cae dentro del toque de Midas.
Hace años me di
cuenta que soy portadora del toque de Midas. De una especie de él de la que
pienso que padecemos muchos. Ese que hace
que tan pronto mis dedos acaricien al sujeto, cambie su consistencia. Para mal,
claro está. Lo aclaro por aquello de alguno que no pasó nunca por la
experiencia y fue incapaz de captar el sentido. Esos, tengo la impresión, andan
por la vida sin madurar, niños mirando las
estrellas; o son capaces de hacer la limonada y luego ver el vaso medio
lleno. Actitudes de vida que envidio porque les permite ser felices,
incautos pero felices.
Por decir que proviene de algún sitio, diré que los que tenemos esa especie de toque de Midas, lo heredamos. Afortunadamente la mayoría de los pacientes llegamos a un punto tal en que nos damos cuenta de lo que nos estamos haciendo y gritamos: “no más”. Es entonces cuando dejamos de hacer burbujas de sueños. O al menos, burbujas de sueño en que estamos acompañadas. Y si hemos llegado a un punto tal en que la única burbuja que nos interesaba era esa, nos va mal, porque ya ni soñamos, ni hacemos burbujas. Entonces nos ponemos a pensar en la muerte.
En las últimas
semanas me he dado cuenta de que la muerte, el pensamiento de ella, el temor a
ella, nunca está muy lejos. Y claro,
prontamente hago la distinción: no, si a la muerte no le temo, a lo que le temo
es a la forma. Quedarme muerto dormido
en mi cama, o viendo tranquilamente una película en el cine, a esa muerte no le
tengo miedo. Es a la otra, a la que te
va arañando hasta que ya no queda casi nada de ti, pero tienes que seguir vivo
hasta que tu espíritu este listo para elevarse. Me pregunto cuál será el
consuelo de aquellos que piensan que después de esta vida no hay nada. Se sufre muriendo ¿para nada? ¡Qué asco!
Lo peor es que
nos ponemos a mirar a las personas que reciben el impacto de la muerte de un
ser querido. Una de esas muertes a
destiempo: una no esperada, un accidente o una enfermedad que se lleva a
alguien en la edad en que los seres humanos comenzamos a alcanzar la cima. Tras los días traumáticos viene, poco a poco,
¡bendito sea Dios!, el consuelo. Y un
día cualquiera nos damos cuenta que es cierto eso de “el muerto al hoyo…” El
espacio que ocupamos es tan chico.
Es difícil
pensar que no somos el ombligo del mundo: sin mí no estaríamos donde estamos… Pero
no es así. La realidad es que estamos a dónde la vida nos lleva no donde
queremos nosotros estar. Que si fuera
donde queremos nosotros, yo andaría en una burbuja de colores, con un
compañero, libre del toque de Midas.
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