Angelina había tenido serias dudas al alquilar el apartamento. Al principio, mientras subía las escaleras,
le parecía quedar completamente desnuda.
Y es que en el bar de los bajos se reunían toda clase de hombres y tan
pronto se dieron cuenta que una joven había alquilado el apartamento, estaban pendientes de su llegada.
La seguían con la vista cuando subía los peldaños de la escalera. Lo hacía a toda prisa para darles menos
tiempo de desnudarla. Cuando al fin cerraba la puerta y echaba la llave, se
sentía segura pero sucia, así que procedía a darse un baño bien caliente que le
quitara de encima las miradas, que pegajosas, se le quedaban alojadas en la
piel.
Había miradas jóvenes y viejas, miradas de curiosidad, de admiración y de
lujuria. Descubrió muy a su pesar que las miradas de lujuria eran usualmente
viejas. Miradas de ojos cansados en los
que despertaba recuerdos de proezas lascivas adornadas por el tiempo. Esas las raspaba con una esponja porque eran
las que más asco le daban, y las que más hondo se incrustaban. Las de curiosidad eran miradas jóvenes, de
ojos que apenas despiertan a la malicia del sexo. Ellas como las de admiración, le causaban
la satisfacción de sentirse atractiva.
Estaba en las de bañarse con agua muy caliente, raspando las miradas de
lujuria, cuando descubrió una especial que la confundió. Era una mirada de admiración con rasgos lujuriosos.
Una mirada inescrutable, en la que no podía descifrar la edad de los ojos que
la habían marcado. Marca que no se borraba, como si hubiera sido grabada
en la piel con hierro hirviendo. Sello
de propiedad.
Desde ese día, Angelina sube las escaleras con lentitud, marcando los
escalones con las caderas, confiando en que la lujuria pueda más que la admiración,
y el hombre la siga hasta el apartamento.
1 comentario:
Margret, un saludo.
Me gusta este texto por la mezcla de verdades que has plasmado. Y la sincronía de tus palabras con el ritmo en sus caderas...
Precioso.
Un abrazo.
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