Me atrae la gente sin muchas esperanzas ni oportunidades. Tengo un don
especial para reconocerlos. Los veo
bajar las escaleras y esperar el tren que los lleva al empleo sin porvenir, en
oficinas oscuras donde el café es negro y amargo. Llevan caras sin forma definida, máscara
uniforme. Los ojos apagados, los pasos lentos y la espalda encogida, como
acalambrada. Son hombres y mujeres que viven una vida que no les lleva a ninguna
parte, llevando a la espalda la preocupación del dinero que no da, de las
obligaciones pendientes, de la soledad íntima en que viven. Liberados por
breves horas los viernes en la noche cuando tienen el fin de semana por delante
y pueden recordar cuando eran gente.
Aún más bajo en el escalafón están los otros. Los que no tienen ni siquiera con qué tomar
el tren ni razón para hacerlo. Los que duermen arropados con periódicos que
encuentran. Los que buscan qué comer en
algún zafacón. Los que piden limosna.
Esos recuperan el rostro, pero es un rostro genérico porque es el del enemigo
que puede intentar asaltarte y robarte, incluso matarte por necesidad o por envidia.
Ese es el rostro que veo al mirarme en las vidrieras…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario