Mi hermana creía en el mal de ojo. Yo no, quizás porque estaba segura de que no
tenía nada que envidiar. Quien nada tiene, nada teme, me dijo mi tía, ya
anciana, a quien cuidaba siete días a la semana, con sus respectivas noches. Y
es que el día que mi hermana pasó como un zeppelín por la casa a visitar a nuestra
tía, nos comentó que el mal de ojo había sido la causa de la muerte repentina y
prematura de su más valioso caballo de competencia, última desgracia en una
larga fila de pérdidas y contratiempos, la mayor parte de los cuales estaban
relacionados con la construcción de una lujosa casa de campo.
Entrada en los cuarenta y soltera, me había entregado
a la misión de cuidar a mi tía. Me aseguraba que la anciana estuviera cómoda y comiera
bien. Muchas eran las noches en que me
quedaba dormida a su lado, leyéndole o viendo alguna película nueva en
Netflix. Ella decía que yo era la hija
que nunca tuvo, porque aunque disfrutó una que otra aventurilla en su madurez,
tuvo la desgracia de quedar viuda muy joven, sin hijos. Por fortuna, heredó de
su esposo un cuantioso capital que había sabido incrementar con el consejo de un
astuto asesor financiero.
Confieso que no era del todo desinteresada mi decisión
de cuidar a la anciana. Quería ver mundo
y para ello contaba con el dinero que heredaría de mi tía quien muchas veces me
había dado a entender que una buena porción de su fortuna sería mía cuando
falleciera.
Aunque creí estar preparada, su muerte fue un rudo
golpe. Mi hermana no pudo asistir al
entierro por estar de viaje por Europa, así que me vi sola, agobiada por la
pena y enfrentando los arreglos necesarios para el entierro.
Por instrucciones de mi tía, el abogado me trajo una
carta suya la noche antes de la lectura del testamento. Escrita en su letra, pequeña y temblorosa, en
fino papel de hilo rosado con su monograma, mi tía me agradecía los años dedicados
con ternura a cuidarla. Su gran amor hacía
mí la había llevado a tomar la difícil decisión de dejar su fortuna a mi
hermana, con la instrucciones de cubrir todos los gastos de la casa, donde era
bienvenida a seguir viviendo. Recibiría
además un pequeño estipendio mensual para sufragar mis gustos personales, los
que sabía eran muy frugales. Recuerda,
decía, que la vida no te ha preparado para enfrentar el mal de ojo, y quien
nada tiene, nada teme.
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