Al despertar después de cada
tratamiento de electrochoque, el galeno le pregunta su nombre. Ella responde
soñolienta: María de los Ángeles Ramírez Betancourt. Solo su nombre, con eso es
suficiente. Acostada en la estrecha cama del hospital, helada del frío, repite y
repite su nombre. La terapista viene a buscarla todos los días, pero se resiste
a levantarse. No quiere hacer pulseras de cuentas de colores, ni pintar con
crayolas, como hacía en la clínica parcial.
─María de los Ángeles, la
estadía aprobada terminó, así que procesaremos su alta. Es imprescindible que
asista al parcial y siga viendo a su médico para que este continúe el tratamiento.
María de los Ángeles Ramírez Betancourt, regresas a casa. María de los
Ángeles, pero ¿cuál es tu casa? No quiere salir del hospital: allí se siente segura, tranquila y puede
dormir. ¿Quién eres María de los Ángeles? No sabes quién eres… ¡Mentira! Soy María de los Ángeles.
─Llegó tu
esposo a buscarte, María─ le avisa una enfermera.
Recoge las
bolsas de papel en que ha echado sus pertenencias y sale. Solo el gesto de
disgusto en el hombre le es familiar. María de los Ángeles Ramírez Betancourt
no quiere saber quién es ella más allá de su nombre.
El tapón es
horrible, el calor insoportable y escucha al hombre rezongar porque llegará
tarde a una reunión importante por culpa de ella, y ¿qué vamos a hacer contigo
María? Contraté una enfermera para que te acompañe y no intentes una locura.
¿Tienes una idea de los problemas que nos causas a todos, María? ¿La tienes,
realmente la tienes? ¿Te importa?
Suben en el
ascensor con otros residentes y se avergüenza de las bolsas en que lleva sus
cosas porque le parece que es obvio de dónde viene. La enfermera la ayuda a bañarse y le pone un
pijama cómodo. María de los Ángeles Ramírez Betancourt ha llegado a casa, tiene
28 años, dos hijos pequeños, y lo único que quiere es morirse.
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