Una mancha de buitres lo ha venido siguiendo. Se repite que no hay
buitres en el desierto (o ¿sí los hay?) y sigue caminando aunque no está seguro
del sendero. Lleva muchas horas avanzando
y según su cuenta ya debió haber llegado al campamento. Cuando salió estaba
seguro de que tenía claras las señales del camino, pero la mancha de buitres lo
distrae y los montículos de arena le parecen todos iguales. Le preocupa la
inmensa nube negra en el horizonte. Nubes negras que anuncian la tormenta que
se le viene encima. El viento silba levantando ráfagas de arena. Maldito,
maldito desierto en un país ajeno, desconocido e inhóspito.
La fuerza de las ráfagas lo atrapa, pierde el paso, y cae. La fina arena
se cuela por todos los orificios expuestos: los oídos, la nariz, los ojos y la
boca. De pequeño, su abuelo le traía un fino polvo insípido en conos de colores
que se le atragantaba en la garganta. Prefería dulces de menta o chocolate. Me
ahoga, abuelo, le decía, pero era inútil. Como resulta inútil ahora tratar de
levantarse, porque la fortaleza de las ráfagas lo empuja. Se hace un ovillo:
sus brazos sosteniendo las rodillas, sus manos protegiendo la boca para que la
arena no se cuele por ella.
No puede abrir los ojos, pero lo prefiere porque le parece sentir que
los buitres rastrillan en la arena que cae sobre él desde todos las
direcciones. Y se ve: un mogote de arena.
No es uno sino dos, el otro es el que ve. Hace un esfuerzo desesperado, y el
otro se esfumina y solo queda uno, el que no ve. Él que es un montículo de arena.
1 comentario:
esta estupendo pero demasiado corto
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