Después de una pela especialmente fuerte y totalmente inmerecida, mi
padre, arrepentido, me ofreció un dulce. A los seis años ya tenía yo capacidad
suficiente para saber que el dulce no me iba a quitar el escozor que la rama de
guayabo me había dejado en las piernas. Era un dulce amelcochao de los que casi
nunca me dejaban comer porque me dañaba los dientes. Si esta vez mi padre se
iba a hacer el ciego sobre el peligro a mi dentadura, me sentiría mejor si me
comía el dulce que si lo rechazaba. No
está en la naturaleza de un niño rechazar un dulce, así que con todo e hipidos,
acepté el que mi padre me daba. Me pedía perdón sin decirlo y rara veces a los
seis años se guarda rencor por una pela inmerecida, y menos con un dulce
amelcochao en la boca.
La boda con Gema fue alcanzar todo lo que siempre quise. Una muchacha con
la piel blanca como la nata y rubia de nacimiento. En la cama, un tsunami de
cuerpo escultural: la cintura pequeña, las hermosos senos grandes (hechos,
claro está), las larguísimas piernas. ¿Qué más podía pedir? Debí haberlo
pensado mejor, haberla tratado más, porque casados, no tardé en enterarme que,
además de no querer hijos porque se le dañaba la figura, quería un matrimonio
“abierto”. Uno en el que liberalmente añadiéramos un tercero (e incluso un
cuarto) en la cama, cambiáramos de pareja entre amigos, y pudiéramos tener sexo
con quien se nos antojara (hombre o mujer).
Se había casado para poder alimentar su sexualidad, yo era el frente, pieza
necesaria en aquél juego tan divertido para ella.
Le di un no definitivo, pero ella no cejó en su empeño y fue escalando
la guerra, hasta hacerla insultante. Decía que el problema era que yo no tenía
los huevos ni la potencia que se necesitaba para el juego que me ofrecía. Insistía que lo natural era que sintiera
curiosidad, y al menos una vez estuviera dispuesto a hacer la prueba. Mientras,
insistía en unas prácticas sadomasoquistas que incluían extraños objetos que
dejaban de ser eróticos en cuanto me sentía humillado o adolorido. Que mi inocente Gema, con la piel blanca de
nata y su boquita de labios protuberantes hechos para besar y morder,
disfrutara del dolor que me infligía en la cama me daba, lo confieso, un poco
de vergüenza.
Fui a visitar a mi padre (se había divorciado nuevamente y sus otros
hijos estaban estudiando en la universidad) para desahogarme y conseguir un
consejo que me diera luz en aquella bochornosa situación en que me
encontraba. Mi padre no había sido un
santo ni casado con mami, ni con su segunda mujer y tenía más experiencia que
yo. Luego de titubear y tartamudear, conseguí que me entendiera. Tuve que
rogarle que no se riera de mis circunstancias, las que le parecieron
divertidísimas. Nunca, me aclaró, se
había encontrado en esa condiciones y me confesó que, de solo pensarlo, sentía
un hondo placer. Cuando por fin pudo
hablar me sugirió conseguir una ramita de guayabo:
Definitivamente, válidas las circunstancias, a nadie le amarga un dulce.
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