Siempre me han llamado la atención las monedas que la gente lanza al
agua. Cada una de ellas representa un
sueño, un pedido, un milagro. En algún
lugar leí que cada cierto tiempo las recogen y las donan a una institución
caritativa, no recuerdo cual. Supongo
que para entonces los que la lanzaron habrán alcanzado o no lo que pidieron. Yo
no creo en los milagros, así que nunca lancé alguna.
Veo gente pasar con barquillas de helado y por un momento pienso en
comprar una, pero cambio de opinión enseguida. Recuerdo un día en que estaba
disfrutando la mía y un niño pequeño se detuvo a mirarme. Sentí vergüenza y deseé comprarle una pero su
madre lo tomó de la mano y se lo llevó. Hay tantas cosas de las que algunos
afortunados disfrutamos. Pero quizás no
es que no pudiera comprarla, a lo mejor solo lo protegía de una sobredosis de
azúcar.
La cuestión es que me entretengo muchísimo aquí, viendo pasar la
gente. Admirando la manera en que se
visten los más jóvenes y algunos no tan jóvenes, sin complejos de ninguna
clase.
Me duele ver las parejas mayores y me fijo en particular en las que van
hablando. ¿Qué tienen que decirse personas que llevan dos terceras partes de su
vida juntos? Que se ven todos los días,
que no tienen experiencias que no hayan sido compartidas. Cuando estaba recién casada y aún más tarde,
nunca tuve nada de qué hablar con mi esposo (ni él conmigo). Una pareja aburrida uno del otro desde sus
comienzos. Pero una no sabe cuándo
cortar el cordón umbilical y declararse libre e independiente. Cuando lo hice ya era tarde… Demasiado
tiempo, demasiada invisibilidad. Me
negué a ponerme bajo el foco, preferí seguir siendo lo que era… Quizás en realidad era invisible. Ahora, en ocasiones, el arrepentimiento es
una punzada en el pecho. Me duele pensar que en tantos años no rescaté una
vida.
Es hora de irme, ya pronto va a oscurecer, y no quiero que la noche me
encuentre aquí. No es mi lugar. Vuelvo
al silencio y a la soledad. A donde
pertenezco…
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