
Siento las burbujas del agua chocar contra mis pies y me alegra el haber
llegado acá. Me quedo fijo mirando una
rana que se mueve entre la hojarasca. No
le tengo miedo y la miro con detenimiento: las membranas de las patas, la piel
rugosa, los ojos saltones. Nunca toqué una, tenía miedo de que me salieran
verrugas, además de que las encontraba absurdamente feas y asquerosas. Ella
salta y sigue su camino, y vuelvo a mirar las burbujas a mis pies. Siempre me gustó más venir al lago que ir a
la playa. El ruido de las olas al
rebotar contra las rocas, la profundidad y la fuerza del agua me
angustiaban. Aquí es diferente, el agua
es fría pero tranquila, y es como si me contagiara su paz. Podría estar aquí todo el día, contemplando
el agua, el bote que une las orillas del lago yendo y viniendo, el sol que ha
ido cayendo despacio. Pero no es mi
lugar, ya no. Me levanto y mentalmente doy gracias por la paz adquirida y
regreso a la soledad de mi silencio.
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