Se recogió su larga melena verde, abrió la ducha y dejó que el agua tibia la fuera mojando mientras acariciaba su vientre, solazándose en el recuerdo de las manos de él sobre su cuerpo. Seleccionó la ropa con mucho cuidado para que toda ella reluciera. Vestida de amarillo, la melena verde suelta al viento y con pisadas ligeras que apenas tocaban el suelo caminó hasta el trabajo.
Pasó el día en vilo esperando que él la llamara conforme habían acordado. Los planes eran ir al bar en que se conocieron a tomar una copa de vino y a charlar antes de regresar a su casa. Eran más de las siete cuando se dio por vencida y con la noche cayendo vertiginosamente desandó la distancia. Caía una lluvia de gotas finas y secas de color pardusco, que se sentía como arena, que como tal le obstruía la nariz y la boca dejándola sin aliento, y se le acumulaba en los hombros que se encorvaban bajo su peso haciéndola arrastrar los pies como si su cuerpo tuviera cien años.
Para cuando llegó a su casa había aceptado que una vez más el oasis del amor había sido solo un espejismo.
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