Los días se concatenan, y si bien mi cuerpo descansa, mi cerebro no deja
de trabajar. Da vueltas y vueltas sobre
las mismas cosas. Me parece que voy a
perder lo que pueda quedarme de mi salud mental. Debo estar jugándome bromas, ¿Cuál salud mental? Casi no puedo moverme (no tengo energías),
todo me requiere un esfuerzo tan brutal que, aunque logre sentarme, me voy
deslizando poco a poco hasta caer acostada. Me retuerzo preocupada de qué va a
ser de mí. La casa de mi hermana es un
refugio, por ahora, mientras ella pueda soportarme. Los viajes al médico, a la farmacia, me
debilitan y añaden a mi angustia, y al mal humor de ella, que tiene que
llevarme porque me da miedo conducir. La
lengua me pesa y no quiero hablar con nadie y mis amistades han dejado de
llamarme. Yo tengo la culpa porque no
quiero hablarles. Sorprendo a mi hermana
charlando por teléfono con una amiga sobre mi estado de salud, y reconozco por
su voz que lo ha dicho a todos: el sacrificio que es para ella el atenderme, estar
pendiente que coma, que me levante, que me bañe. Está cansada.
Con razón me digo, no la culpo, pero alguien tan privado como yo…
Si lograra levantarme y volver a ser quién era, ¿me miraran todos con
pena? O realmente, sus simpatías están con mi hermana, con la lucha que lleva
conmigo. Quiero morirme, tengo que morirme, me digo. Dejo de tomar agua pensando que posiblemente
es la única forma en que me pueda dejar morir.
Afuera aúlla un perro e imagino que alerta sobre mi muerte. Cierro los ojos y entro al mundo de los que
duermen sin soñar, porque ya no sueño, ni tengo metas, ni fantasías y menos
aún, la ilusión de que pueda salvarme.
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