miércoles, noviembre 25, 2009

Jacinta y el muerto

A la hora del anochecer el único bar en Mezquite está siempre repleto. Se llena de asiduos parroquianos que no tienen empleo porque Mezquite, desde la construcción de la autopista, es un pueblo olvidado, y de otros, los menos, los que al terminar sus tareas en el campo bajan a tomar unos tragos y a jugar billar. A esa misma hora también pasan frente al bar bajando la cuesta las mujeres que van para la iglesia y Jacinta, quien siempre baja por la acera opuesta.

Jacinta nunca va a la misa sino al cementerio aledaño a la iglesia. Baja todos los días pero siempre sola, y desde el bar más de uno la mira con lujuria sin entender porqué una mujer tan linda vive amarrada al recuerdo de un hombre que nunca la hizo una mujer decente. Adriano la sigue con la vista hasta que la figura de la mujer se pierde. Él sabe que jamás podrá alcanzarla porque ella, se lo ha dicho más de cien veces, lo ve como a un hermano. Se moriría de celos y de pena si la ve en brazos de otro hombre y solo le tranquiliza el saber que Jacinta duerme con un muerto. Una vez Jacinta sube, él se despide y regresa a su casa porque en las noches cuida de su madre, cuya mente apenas si existe en el pasado lejano de su infancia.

Hace tiempo que la viuda oficial de don Rolando abandonó Mezquite. Dejó la finca a cargo del capataz y vive de sus rentas según dicen, porque Rolando fue el único que, previendo el impacto de la autopista, se fue a hacer negocio con los capitalinos. Jacinta, más joven, más hermosa, se ha mantenido atada a la memoria del muerto y cada día, sin falta, baja la cuesta apenas atardece y la sube cuando ya es de noche, el cabello revuelto y desgreñado, las ropas manchadas del barro del camposanto, y si pudieran verla de más cerca notarían que sus uñas están llenas de tierra y que surcos de lágrimas le corren por la cara.

Apenas tenía diecinueve años cuando la joven se enamoró de don Rolando sin importarle el que él era casado y que en un pueblo tan pequeño como lo es Mezquite no hay secretos. Se conformó con su amor porque desde un principio el hombre le hizo claro que no rompería su matrimonio para casarse con una jovencita menor que el mayor de sus hijos, pero para asegurarse que ese amor sería siempre de ella consultó a doña Consuelo. La vieja bruja además de darse unos baños de flores blancas, conciente del gusto que le tenía don Rolando al whiskey, la mandó preparar una botella que él vaciara estando con ella.

─En la botella pondrás ─le dijo─ un papel en el que escribirás su nombre a lápiz siete veces, un poco de tu primer orín el día en que comiences el sangrado mensual, cuatro clavos de especie, dos varitas de canela y un poco de miel. Tapas la botella con su corcho y la llevas al cementerio apenas comience a anochecer. La entierras al pie del árbol más cercano a ti, luego de caminar el cementerio de este a oeste y de norte a sur tres veces. Una vez la hayas enterrado, caminas siete pasos hacia atrás, das la vuelta y sales del cementerio inmediatamente. El día que quieras deshacerte de ese hombre, tendrás que desenterrar la botella y esparcir su contenido de este a oeste y de norte a sur de Mezquite, porque de lo contrario, hasta en la muerte seguirá contigo.

Adriano llega a la casa y como todos los días desde hace cuatro años sube al desván a asegurarse que la botella que desenterró está escondida entre viejos trapos y luego baja a dar de comer a doña Consuelo.

martes, noviembre 24, 2009

jueves, noviembre 12, 2009

La inocencia

Águeda siempre pensó que la inocencia se perdía una vez. En su noche de bodas la perdió dos veces. La perdió cuando su marido rompió el himen penetrándola sin prepararla. Y la perdió nuevamente cuando él, para que nunca más se quejara de que le dolía y supiera quién daba las órdenes, procedió a violarla nuevamente.

lunes, noviembre 02, 2009

Vida

Camina hacia mí con paso lento y no sé por qué siento una extraña desazón. Viene marcando sus pasos con mucho cuidado, esquivando escollos. Trae en sus manos juntitas y ahuecadas algo que debe ser muy valioso para él. Llega hasta mí y me extiende sus manos y recibo en las mías el regalo. Es un huevo aún tibio. Me mira con ojos oscuros que tienen la extraña mirada de los niños sabios.

─¿Qué es?─le pregunto asustada porque hace muchos años que le huyo a todo aquello que me trae sufrimiento y congoja aunque eso signifique no ser de este mundo.

Me mira solemne y me contesta con su vocecita de niño antes de alejarse corriendo: ─ Es vida.