jueves, octubre 25, 2012

Chocolate caliente

Hola, papá, siéntate. Te esperaba porque mami me advirtió que volverías. Ella está acostada ya, ha estado llorando mucho, y se quejó de un fuerte dolor de cabeza. Es natural, supongo. Yo iba a prepararme un chocolate caliente, sé que no te apetece, pero a mi me ayuda a dormir. Mami dice que es como el café, igualito, que tiene algo que le quita el sueño, pero a mi no, al contrario, me relaja. A lo mejor es que estoy sugestionada, pero para mi es igual que un tranquilizante.

Me gustaría que te fueras antes de que mami despierte. Sé que no querrá verte; ya le dijo a los vecinos que te habías ido pero que estábamos tranquilas. Y es cierto, papá. A ella el llanto se le va a ir quitando y yo, mientras tenga chocolate, no hay problema. Si decides quedarte, por favor, durante el día, mantente en mi habitación para que ella no te vea. La pondrá más intranquila el verte, una cosa es imaginar que regresarás, otra es que lo hayas hecho.

Sé que piensas que el castigo fue excesivo, pero mamá no podía perdonarte el daño que me hiciste, y menos con el temor a que se lo hicieras también a mis hermanitas, tan chiquitas las dos. Aunque mami piensa que regresaras a fastidiarnos como desquite, yo creo que tu espíritu puede redimirse y encontrar el perdón; yo por mi parte, ya te perdoné.

Estoy segura que en cuanto podamos enterrarte, te marcharás. Pero papá, habrá que esperar varios días más. No queremos que algún fisgón nos descubra.

Escribiendo

Últimamente me preocupa mucho la dificultad que estoy teniendo para escribir. Para los que nos ganamos la vida garrapateando nuestras ideas en algún papel esta sequía significa la muerte. Yo, que acostumbraba sentarme ante mi computadora y completar mi columna en cuestión de horas, ahora me veo días intentando reflejar en manuscrito algo creativo. Algo que después pueda transcribir y someter al diario. Cuando llega el momento de someterla, escribo cualquier cosa y la envío. Cruzo los dedos para que no le pongan peros y la publiquen. Supongo que me he hecho de algún nombre y me respetan, por eso, hasta ahora, no había tenido problemas.

La sequía es tan grande que ya ni siquiera escribo ideas en papel alguno, a la hora cero me siento ante la computadora, escribo cualquier cosa y la someto. Desde que llegué esta mañana, estoy mirando infructuosamente la computadora, mientras mi cabeza no deja de pensar en la nota que me dejó redacción pidiendo que los llame. Sé que es el fin. Ahora van a empezar las presiones y acabaré humillado, teniendo que renunciar.

 Me dedicaré, me digo, a terminar la novela que comencé hace años. Novela que abandoné cuando me dieron el contrato en el diario. Me pareció que era la liberación, ya no tenía que escribir una segunda novela que siguiera a la promesa de la primera. Sé que tenía solo una novela adentro, ¿no es eso lo que dicen? “Todos tenemos una novela que escribir”. Y la mía la había escrito con donaire y soltura y los críticos la encontraron maravillosa. De ahí me vino el contrato en el diario, y la libertad de no tener que sentarme a escribir mi segunda novela, sin siquiera tener un tema decente.

Ahora, sin columna que escribir, sin ideas para darle forma, me retiraré diciendo que vuelvo a mi primer amor, la escritura. Que retomaré la novela. Mientras, se me ocurre que aquí entre toda esta palabrería hay una nueva columna. Lo sé, lo siento y ya mis dedos comenzaron a escribir describiendo la necesidad de un autor de elegir entre escribir una novela, o de comer, escribiendo una columna.

jueves, octubre 11, 2012

Mis víboras

Aprieto tu cuello, ese cuello blanco y largo que me gusta besar y mordisquear cuando hacemos el amor. Te llevo hasta la cama, besando tus labios, sabiéndote mía, aunque no haya mediado ni una sola palabra. Por primera vez en semanas me siento dichoso y río y mi risa retumba contra las paredes de la habitación, entra por mis oídos y reverbera en mi cerebro. Al escuchar el eco de mi risa sé que ha vuelto la normalidad a la casa porque contigo ha regresado la alegría. Es tanta esa alegría que lloro y las lágrimas corren por mi rostro y cada átomo de mi cuerpo que estaba muerto, revive. Murieron al pensar que te habías ido para siempre y no volverías, pero me equivoqué. Debí saberlo porque nunca vas lejos, regresas, siempre regresas. Muy dentro de ti sabes que solo puedes ser feliz cuando estás conmigo.

Me acuesto y me abrazo a ti porque he visto asomar la cabeza a una de mis víboras y solo tú tienes el poder de hacer que desaparezcan. Te aprieto contra mi pecho haciendo más fuerte el abrazo y cierro los ojos para no verlas. Me mantendré en la cama contigo, muy quieto, estaremos quietos los dos, completamente quietos en la cama por el tiempo que sea necesario. No me importa el tiempo que tengamos que esperar porque estamos juntos y sé que no dejarás que me hagan daño las víboras. Será por mucho tiempo esta vez, lo sé porque han descubierto la maleta. La maleta que tenías abierta frente al armario cuando llegué y te apreté por el cuello hasta silenciar tus gemidos.

martes, octubre 09, 2012

Amor

¿Es que se acaba de amar alguna vez? Hay gente que se ha muerto ya y que yo siento que ama aún. Henri Barbuse

Había comenzado a caer una llovizna displicente y apuré el paso. Detrás venía mi abuelo rezongando. Yo había llorado a mares en el cementerio, pero él se había mantenido como una esfinge. Me volteé a mirarlo, y por primera vez desde que mamá enfermó lo vi encorvado, anciano.

Sé que le preocupaba nuestro futuro. Con la sequía, que se había extendido por meses, no había podido arar el terreno. Solo, menos aún podría. Mi padre se había marchado poco después de la recaída de mamá. No podía culparlo porque huyera, porque todos sabíamos que era el final. Ella no tenía fuerzas para luchar más y se había despedido de cada uno de nosotros antes de caer en un largo sueño de princesa del cual su príncipe no había podido despertarla.

–Es un cobarde –había dicho el abuelo cuando nos dimos cuenta que mi padre ya no volvería. Yo asentí más por no llevarle la contraria que otra cosa. Quizás sí lo fuera, pero yo lo había visto sufrir y luchar tanto que no podía culparlo. Perdió el trabajo por cuidarla, perdimos la casa por los gastos médicos que se acumularon hasta estrangularnos. Nos mudamos con el abuelo al campo como una última alternativa. Pero mi padre no sabía de vivir en el campo, y la persona que más quería se iba poco a poco.

El día que se fue, al llegar la noche, sola en mi cama, lloré muy quedito para que el abuelo no me oyera. Rogué que mami ya no despertara del sueño para que no supiera que su príncipe, el amor de su vida, se había ido. Pedí que mi padre volviera para demostrarle al abuelo que si nos había abandonado había sido doblegado por el dolor. Mi abuelo no volvió a mencionarlo y todos los días salía a intentar arar la tierra. Yo sabía que aunque pudiera hacerlo, la sequía era horrible y no habría siembra que pudiera mantenerse viva.

–Ni cactus se van a dar, abuelo –le dije en broma una noche. El asintió.

–Necesito hacer algo, cualquier cosa –me dijo–. Es mi única hija.

Yo pensé que era mi única madre, pero callé para que él no dijera que yo era una adolescente respondona.

La lluvia se iba haciendo más espesa pero ninguno de los dos corrimos. Esperé a mi abuelo y cogidos de manos regresamos a la casa. Él, finalmente, se había dado el permiso para llorar y lo hacía sin vergüenza, las lágrimas confundiéndose con la lluvia que ahora, fuerte, incesante, nos castigaba.

Cuando anocheció aún llovía y como si el cielo supiera de la aridez del terreno y quisiera compensarnos por los meses pasados llovió durante días. Cuando cesó la lluvia mi abuelo pudo arar la tierra y sembrar la semilla; había terminado la temporada de sequía. Entonces me convencí de que, como me había prometido, mi madre nos cuidaba.

lunes, octubre 08, 2012

Mi gata Aurora

Aurora se me ha enredado en los pies como si fuera una segunda piel. Peluda, es tibia y suave como un bebé recién bañado. Después de cinco años juntas, me da miedo perderla. Toleró ser esterilizada porque yo no quería que viniera un gato callejero a preñarla. Se acostumbró a que la siente sobre mis rodillas y me entretenga peinándola. Le encanta lucir su profusa cola, maullando, dejando saber a todos los que me visitan que ella también vive en la casa.

Es pulcra, y le gusta acicalarse. No hace nada fuera de sitio e incluso se ha acostumbrado a rasparse las uñas en el juguete que le compré para ello. La mayor parte de los gatos los detestan prefiriendo arañar los muebles del suicida que los mantiene en casa.

Aurora duerme silenciosa a mis pies y solo se levanta si escucha algún ruido extraño. Desde que está conmigo me siento más segura y no me da miedo dejar la puerta de la habitación entreabierta para que pueda entrar y salir a sus anchas. Es el mejor reloj despertador que he tenido. A las seis en punto siento su patita en mi frente. Los sábados y domingos basta con que le diga “ahora no, Aurora”, y me entiende y vuelve a echarse a mis pies, o silenciosa se escapa por la apertura que le dejo en la puerta.

Por meses, Pedro y yo habíamos hablado de la posibilidad de mudarnos juntos, a mi apartamento, que es el más grande. Al fin hemos decidido hacer la prueba. Su primera instrucción es que no quiere a Aurora durmiendo en la cama, ni a sus pies ni a los míos. Si algunos pies se harán compañía serán los nuestros. Aurora tampoco dormirá en la habitación, no la necesitamos: él ha traído su despertador.

Me ha dolido poner a Aurora afuera y cerrar la puerta de la habitación. Pedro y yo hemos hecho el amor, pero si he de decir la verdad, he estado pendiente más a los maullidos de Aurora, que a Pedro, que, por cierto, ni cuenta se dio de mi distracción. Apenas terminamos, enredó sus callosos pies en los míos, me dio las buenas noches y se quedó dormido. Salgo al pasillo y encuentro a Aurora lastimosamente rasgando con sus uñas mi sofá.

Es domingo y el despertador de Pedro suena y es que se levanta a las cinco para ir a correr tres millas. Lo hace a diario. “Ahora no, Pedro”, le digo semidormida cuando me hace arrumacos, pero insiste: quiere que me levante y lo acompañe. Según él eso de correr casi de madrugada es bueno para la salud. Le abro la puerta, pongo el candado que solo abre por dentro y me traigo a Aurora a dormir a la cama conmigo. Aurora se me enreda a los pies como una segunda piel, y es suave y tibia…

sábado, octubre 06, 2012

Gregorio Santos y yo

Ayer, mientras hacía mi turno en la tiendita, se me acercó una cliente a hablarme. Lo primero que me preguntó fue si me ponía botox en la cara. A mí, que trato de esconderme tras una mirada vacía y haciéndome la distraída, me rompió el corazón su pregunta. Hace tiempo no me pongo botox. He intentado manejar la parálisis facial: “nadie se da cuenta”. me digo. No hay nada como que le señalen a uno los defectos para sentirse el más infeliz de los gusanos.

Después que se fue me quedé triste. Me puse a hacer una tarea tonta que no requería que compartiera con persona alguna. La tristeza se extendió hasta la noche. Ya en casa, sola, mirando sin ver la televisión, pensé en el cuento de Gregorio Santos que había sometido en la última reunión del taller de cuentos avanzados. Gregorio Santos, personaje que no podía creer en un Dios tan despiadado como el que conocía. El profesor me pidió que aclarara que ese pensamiento era del personaje y no del narrador.

Quizás debí decirle que no importaba, que el personaje y yo pensamos lo mismo…