lunes, octubre 08, 2012

Mi gata Aurora

Aurora se me ha enredado en los pies como si fuera una segunda piel. Peluda, es tibia y suave como un bebé recién bañado. Después de cinco años juntas, me da miedo perderla. Toleró ser esterilizada porque yo no quería que viniera un gato callejero a preñarla. Se acostumbró a que la siente sobre mis rodillas y me entretenga peinándola. Le encanta lucir su profusa cola, maullando, dejando saber a todos los que me visitan que ella también vive en la casa.

Es pulcra, y le gusta acicalarse. No hace nada fuera de sitio e incluso se ha acostumbrado a rasparse las uñas en el juguete que le compré para ello. La mayor parte de los gatos los detestan prefiriendo arañar los muebles del suicida que los mantiene en casa.

Aurora duerme silenciosa a mis pies y solo se levanta si escucha algún ruido extraño. Desde que está conmigo me siento más segura y no me da miedo dejar la puerta de la habitación entreabierta para que pueda entrar y salir a sus anchas. Es el mejor reloj despertador que he tenido. A las seis en punto siento su patita en mi frente. Los sábados y domingos basta con que le diga “ahora no, Aurora”, y me entiende y vuelve a echarse a mis pies, o silenciosa se escapa por la apertura que le dejo en la puerta.

Por meses, Pedro y yo habíamos hablado de la posibilidad de mudarnos juntos, a mi apartamento, que es el más grande. Al fin hemos decidido hacer la prueba. Su primera instrucción es que no quiere a Aurora durmiendo en la cama, ni a sus pies ni a los míos. Si algunos pies se harán compañía serán los nuestros. Aurora tampoco dormirá en la habitación, no la necesitamos: él ha traído su despertador.

Me ha dolido poner a Aurora afuera y cerrar la puerta de la habitación. Pedro y yo hemos hecho el amor, pero si he de decir la verdad, he estado pendiente más a los maullidos de Aurora, que a Pedro, que, por cierto, ni cuenta se dio de mi distracción. Apenas terminamos, enredó sus callosos pies en los míos, me dio las buenas noches y se quedó dormido. Salgo al pasillo y encuentro a Aurora lastimosamente rasgando con sus uñas mi sofá.

Es domingo y el despertador de Pedro suena y es que se levanta a las cinco para ir a correr tres millas. Lo hace a diario. “Ahora no, Pedro”, le digo semidormida cuando me hace arrumacos, pero insiste: quiere que me levante y lo acompañe. Según él eso de correr casi de madrugada es bueno para la salud. Le abro la puerta, pongo el candado que solo abre por dentro y me traigo a Aurora a dormir a la cama conmigo. Aurora se me enreda a los pies como una segunda piel, y es suave y tibia…

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