martes, octubre 09, 2012

Amor

¿Es que se acaba de amar alguna vez? Hay gente que se ha muerto ya y que yo siento que ama aún. Henri Barbuse

Había comenzado a caer una llovizna displicente y apuré el paso. Detrás venía mi abuelo rezongando. Yo había llorado a mares en el cementerio, pero él se había mantenido como una esfinge. Me volteé a mirarlo, y por primera vez desde que mamá enfermó lo vi encorvado, anciano.

Sé que le preocupaba nuestro futuro. Con la sequía, que se había extendido por meses, no había podido arar el terreno. Solo, menos aún podría. Mi padre se había marchado poco después de la recaída de mamá. No podía culparlo porque huyera, porque todos sabíamos que era el final. Ella no tenía fuerzas para luchar más y se había despedido de cada uno de nosotros antes de caer en un largo sueño de princesa del cual su príncipe no había podido despertarla.

–Es un cobarde –había dicho el abuelo cuando nos dimos cuenta que mi padre ya no volvería. Yo asentí más por no llevarle la contraria que otra cosa. Quizás sí lo fuera, pero yo lo había visto sufrir y luchar tanto que no podía culparlo. Perdió el trabajo por cuidarla, perdimos la casa por los gastos médicos que se acumularon hasta estrangularnos. Nos mudamos con el abuelo al campo como una última alternativa. Pero mi padre no sabía de vivir en el campo, y la persona que más quería se iba poco a poco.

El día que se fue, al llegar la noche, sola en mi cama, lloré muy quedito para que el abuelo no me oyera. Rogué que mami ya no despertara del sueño para que no supiera que su príncipe, el amor de su vida, se había ido. Pedí que mi padre volviera para demostrarle al abuelo que si nos había abandonado había sido doblegado por el dolor. Mi abuelo no volvió a mencionarlo y todos los días salía a intentar arar la tierra. Yo sabía que aunque pudiera hacerlo, la sequía era horrible y no habría siembra que pudiera mantenerse viva.

–Ni cactus se van a dar, abuelo –le dije en broma una noche. El asintió.

–Necesito hacer algo, cualquier cosa –me dijo–. Es mi única hija.

Yo pensé que era mi única madre, pero callé para que él no dijera que yo era una adolescente respondona.

La lluvia se iba haciendo más espesa pero ninguno de los dos corrimos. Esperé a mi abuelo y cogidos de manos regresamos a la casa. Él, finalmente, se había dado el permiso para llorar y lo hacía sin vergüenza, las lágrimas confundiéndose con la lluvia que ahora, fuerte, incesante, nos castigaba.

Cuando anocheció aún llovía y como si el cielo supiera de la aridez del terreno y quisiera compensarnos por los meses pasados llovió durante días. Cuando cesó la lluvia mi abuelo pudo arar la tierra y sembrar la semilla; había terminado la temporada de sequía. Entonces me convencí de que, como me había prometido, mi madre nos cuidaba.

No hay comentarios.: