domingo, febrero 26, 2012

La lengua

Hace varios días que se mudó a la casa vecina, la que había estado desocupada por meses, una lengua. Había hecho varias novenas pidiendo que nadie la alquilara porque los últimos vecinos fueron un verdadero problema. Tenían diversos animalitos domésticos que lograron hacer de mi jardín un verdadero estercolero. En los pocos días que lleva en el vecindario, la lengua se ha enterado de tantos chismes y cuentos, los que se deleita en relatarme todos los días, que nuevamente ha convertido mi jardín en un vertedero.

viernes, febrero 24, 2012

Terminó la sequía


Había comenzado a caer una llovizna displicente y apuré el paso. Detrás venía mi abuelo rezongando. Yo había llorado a mares en el cementerio, pero él se había mantenido como una esfinge. Me volteé a mirarlo, y por primera vez desde que mamá enfermó lo vi encorvado, anciano.
Sé que le preocupaba nuestro futuro. Con la sequía, que se había extendido por meses, no había podido arar el terreno. Solo, menos aún podría. Mi padre se había marchado poco después de la recaída de mamá. No podía culparlo porque huyera, porque todos sabíamos que era el final. Ella no tenía fuerzas para luchar más y se había despedido de cada uno de nosotros antes de caer en un largo sueño de princesa del cual su príncipe no había podido despertarla.
–Es un cobarde –había dicho el abuelo cuando nos dimos cuenta que mi padre ya no volvería. Yo asentí más por no llevarle la contraria que otra cosa. Quizás sí lo fuera, pero yo lo había visto sufrir y luchar tanto que no podía culparlo. Perdió el trabajo por cuidarla, perdimos la casa por los gastos médicos que se acumularon hasta estrangularnos. Nos mudamos con el abuelo al campo como una última alternativa. Pero mi padre no sabía de vivir en el campo, y la persona que más quería se iba poco a poco.
El día que se fue, al llegar la noche, sola en mi cama, lloré muy quedito para que el abuelo no me oyera. Rogué que mami ya no despertara del sueño para que no supiera que su príncipe, el amor de su vida, se había ido. Pedí que mi padre volviera para demostrarle al abuelo que si nos había abandonado había sido cegado por el dolor. Mi abuelo no volvió a mencionarlo y todos los días salía a intentar arar la tierra. Yo sabía que aunque pudiera hacerlo, la sequía era horrible y no habría siembra que pudiera mantenerse viva.
–Ni cactus se van a dar, abuelo ­–le dije en broma una noche. El asintió.
–Necesito hacer algo, cualquier cosa.–me dijo. –Es mi única hija.
Yo pensé que era mi única madre, pero callé para que él no dijera que yo era una adolescente respondona.
La lluvia se iba haciendo más espesa pero ninguno de los dos corrimos. Esperé a mi abuelo y cogidos de manos regresamos a la casa. Él, finalmente, se había dado el permiso para llorar y lo hacía sin vergüenza, las lágrimas confundiéndose con la lluvia que ahora, fuerte, incesante, nos castigaba.
Cuando anocheció aún llovía y como si el cielo supiera de la aridez del terreno y quisiera compensarnos por los meses pasados llovió durante días. Cuando cesó la lluvia mi abuelo pudo arar la tierra y sembrar la semilla; había terminado la temporada de sequía. Entonces me convencí de que, como me había prometido, mi madre nos cuidaba.

domingo, febrero 19, 2012

Un nombre exigente

Desde que cobró conciencia de su nombre, Abelardo decidió que no le gustaba. Sabía que había otros Abelardo, pero si a ellos no les importaba, a él sí. Era un nombre exigente, demasiada responsabilidad para él, que hubiera preferido ser Luis o Miguel o incluso Arturo, pero nunca Abelardo. Tan pronto pudo, lo cambió por otro más sencillo y al hacerlo cambió el libro de su vida, con un prestigioso destino, a un libro desechable.

domingo, febrero 05, 2012

Mi pierna izquierda

Llevo días con el fastidio de un hormigueo en mi pierna izquierda, al punto que ha logrado preocuparme. He hecho lo que siempre hago para los demás, me voy a Google y busco el síntoma para dar nombre a la condición. No me gustan los diagnósticos que me sugiere. Llamo a la oficina de la neuróloga a la que consulto desde hace varios años. Me ofrecen cita para fines de marzo pero consigo que la secretaria me ponga en lista de espera para la semana próxima. Cuando termino de hablar con ella estoy llorando desesperada, incontrolablemente. Cuquito, a mi lado, imita los sonidos de mi llanto. En otra ocasión me haría gracia, hoy solo alcanza a agravar mi amargura.

Veo mi pierna izquierda sin función alguna, arrastrándose, dejándome caer en cualquier esquina, haciendo imposible que use los zapatos de tacón alto que me he prometido que comenzaré a usar nuevamente. No tenía una idea hasta ahora de cuán importante es mi pierna izquierda. Definitivamente me resulta la parte más importante de mi cuerpo. Odio este cosquilleo maldito que se ha apoderado de mi pierna y que me hace caer en cuenta que llevo años peleando por una sonrisa perdida cuando lo que más importa de mi cuerpo es mi pierna izquierda.

Llamo por teléfono a mi hermana, llorando, y ella trata de tranquilizarme. No tiene la extraña condición mental de la que padezco: adelantarme a los acontecimientos pensando siempre en lo peor. No es cierto, me digo, somos hijas de los mismos padres. Lo que pasa es que ella, supersticiosa, no lo dice porque si lo dice lo decreta. Además, ella puede estar tranquila, no tiene hormigas en su pierna izquierda, ni siquiera las tiene en su pierna derecha. Sus intentos de consolarme con lógica son infructuosos. He pasado ya del nanosegundo en que la razón podía frenar el terror que siento. Cuelgo, segura de que nadie que no tenga cosquilleos en su pierna izquierda puede divisar el fondo del pozo de mi pánico.

Me espera un largo fin de semana y unos días adicionales para mi cita médica. Tengo que escribir, ironía de ironías, sobre el cuerpo, de forma original y creativa, y lo único en que puedo pensar es en la indiscutible, incuestionable, irrebatible hiper - indispensabilidad de mi pierna izquierda.

viernes, febrero 03, 2012

Libro de registro

Habiendo abierto el libro de registro, afinó el lápiz. Tuve miedo de que me preguntara mi nombre, lo que habría sido la cosa más natural del mundo si me iba a incluir en el libro. Pero es que me sentía tan mal que apenas podía pensar en cómo me llamaba.

De pronto se me ocurrió que lo lógico sería que estuviese incluida. Y si estaba incluida, ¿para qué tuvo que afinar el lápiz? Tenía dolor de cabeza, estaba mareada y confusa, pero aún así sabía que aquél hombrecito regordete solo podía querer el lápiz afilado para escribir algo en el registro.

–¿Necesita alguna información? –me atreví a preguntarle.

–No, hija, no –me dijo con dulzura inesperada. –Ya todo está escrito, excepto la fecha de hoy.

Procedió a anotarla, y abrió los portones para que pasara.