jueves, julio 24, 2014

El amor en la tercera edad


          Pensativa, se frota la crema en el rostro con las yemas de los dedos, y la remueve con kleenex. Se pone los espejuelos de leer y se examina cuidadosamente en el espejo.  Este le devuelve una cara simple (nunca fue una belleza) con la piel flácida y arrugas superpuestas sobre las líneas de expresión. Se quita los espejuelos y trata de recordar su rostro joven: estaba tan absorta en su vida, que solo al reciente retiro de Modesto tomó conciencia de que han entrado en lo que llaman la tercera edad. ¿Qué es la tercera edad? ¿No tener un trabajo remunerado? ¿Tener hijos con canas? ¿Nietos en la universidad? ¿O es la conciencia de que muchas cosas que hacías antes con facilidad, ya te es difícil hacerlas?

Suspira profundo porque sabe que hoy, específicamente hoy, cuando cumplen cincuenta años de casados y le dijo a Modesto de ir al cine, cometió una gigantesca equivocación. La celebración del aniversario la harían oficialmente con una fiesta para familiares y amigos en el fin de semana, por lo que le sugirió a Modesto que fueran a ver alguna película. A cenar primero y al cine, dijo él, siempre listo para una salida.  Se aburre en la casa. Recién retirado se encuentra inquieto, siente que molesta, que invade el espacio de ella y lo desordena.  Han peleado más en el último mes que en todos los años de casados.   

Un baño y a la cama, se dice, y se levanta con alguna dificultad. Los años no perdonan, piensa, la molestia constante en la espalda, en las rodillas, es síntoma de los años. Nunca se había sentido tan vieja ni tan frustrada, y culpa la película que vieron. 

Cincuenta años con el mismo hombre.  Si alguna vez sintió la tentación de una aventura, la echó a un lado porque habría sido incapaz de serle infiel a Modesto. Trabajador, un proveedor excelente, gustoso de la buena mesa, buen conversador, buen padre y esposo. Él, por su parte, si tuvo alguna aventura se cuidó mucho para que ella no se enterara.  No es perfecto, pero nadie lo es. Tuvieron épocas difíciles pero las superaron.

Se mira de cuerpo entero en el espejo, le molestan las libras que ha aumentado en el último mes, la piel de naranja más acentuada ahora. La ansiedad que le causa la constante presencia de Modesto en la casa es culpable por el aumento de peso. La celulitis es la fuerza de gravedad complicada con el paulatino abandono de una rutina de ejercicios.  

Hace un mohín con los labios que quiso ser sonrisa al recordar la frase de una canción que había escuchado cantar a Plácido Domingo: yo seré tu primer hombre, tú mi última mujer.  Había algo injusto en esa frase que resulta machista.  Nunca, hasta ahora, se dio cuenta. Modesto había sido su primer hombre, el último, el único. ¿Se ha perdido de algo?

Deja que el agua bastante caliente le corra por el cuerpo, se enjabona sin detenerse a examinarlo.  Lo conoce demasiado bien, y no le gusta lo que ha visto. Es el de una mujer entrada en años. Una mujer que de no tener marido, estaría condenada a la soltería, han pasado los años de ser atractiva al otro sexo. Es la queja de amigas, viudas o divorciadas.

Modesto y ella pusieron interés y esfuerzo en que su relación se mantuviera estable.  Quizás más ella que él.  Pero se le antoja pensar que también él ha tenido paciencia con ella: de joven, con su ignorancia; de mayor, con su geniecito, que lo tiene, lo confiesa. Ha desarrollado la costumbre de decir lo que le gusta y lo que no le gusta.  Y a veces, quizás, lo critica demasiado.

Se envuelve en una bata. Hasta la habitación llega el sonido de la tele. Modesto cambiando de un canal a otro, sin ver nada específico. Si algo la irrita es eso.

¿Qué se sentirá el tener un matrimonio abierto a otras relaciones?  ¿A compartirse y compartir tu pareja con otros pensando que no hay infidelidad si están todos juntos?  Maldita película, es para jóvenes, no para viejos que tienen otras cosas de qué preocuparse, personas de la tercera edad para quienes el sexo no es de primordial importancia. Aprovechó al salir del cine para intentar explicarle a Modesto que se siente vieja para “eso”.  ¿Para hacer el amor?, preguntó Modesto, fíjate que no, que a mi me gusta mucho que nos acurruquemos. 

Se cambia la bata por una camisa de dormir, más liviana y fresca. La maldita película despertó extrañas emociones, sensaciones, reflexiones. Sale al encuentro del sonido del televisor.  Modesto está sentado en el sofá y con un guiño pícaro la invita a sentarse.

─¿Qué te parece si nos acurrucamos? ─le pregunta ella con una tímida sonrisa.

jueves, julio 10, 2014

Arenas


Una mancha de buitres lo ha venido siguiendo. Se repite que no hay buitres en el desierto (o ¿sí los hay?) y sigue caminando aunque no está seguro del sendero.  Lleva muchas horas avanzando y según su cuenta ya debió haber llegado al campamento. Cuando salió estaba seguro de que tenía claras las señales del camino, pero la mancha de buitres lo distrae y los montículos de arena le parecen todos iguales. Le preocupa la inmensa nube negra en el horizonte. Nubes negras que anuncian la tormenta que se le viene encima. El viento silba levantando ráfagas de arena. Maldito, maldito desierto en un país ajeno, desconocido e inhóspito.

La fuerza de las ráfagas lo atrapa, pierde el paso, y cae. La fina arena se cuela por todos los orificios expuestos: los oídos, la nariz, los ojos y la boca. De pequeño, su abuelo le traía un fino polvo insípido en conos de colores que se le atragantaba en la garganta. Prefería dulces de menta o chocolate. Me ahoga, abuelo, le decía, pero era inútil. Como resulta inútil ahora tratar de levantarse, porque la fortaleza de las ráfagas lo empuja. Se hace un ovillo: sus brazos sosteniendo las rodillas, sus manos protegiendo la boca para que la arena no se cuele por ella.

No puede abrir los ojos, pero lo prefiere porque le parece sentir que los buitres rastrillan en la arena que cae sobre él desde todos las direcciones. Y se  ve: un mogote de arena. No es uno sino dos, el otro es el que ve. Hace un esfuerzo desesperado, y el otro se esfumina y solo queda uno, el que no ve.  Él que es un montículo de arena.

 Allá abajo, el otro ha visto el campamento y despacio el ciego avanza hacia donde vio el otro el campamento y la silueta del hombre que espera para socorrerlo. Adelanta, y la silueta se acerca, cada vez más próximo a ella, porque vuelve a ser dos y puede verla. Imbécil país de mierda que tuvo miedo de morir ahogado en la ventisca. Y sus brazos se aferran a una piedra negra, erguida, que parecía una imagen, pero está tan gastada que su forma humana podría ser solo una ilusión, como ilusión es el otro; y él está solo, abrazado a la piedra, con los ojos abiertos que no ven porque están llenitos de la arena.