martes, mayo 27, 2014

Imperfecto



El hombre lleva horas sentado en la butaca sin apenas moverse; silencioso, contempla la nieve. Está nevando hace horas un polvo fino que ha maquillado de blanco el terreno visible desde el amplio ventanal. Los árboles, ramas sin hojas, están también pintados de blanco.  Es un espectáculo libre de huella humana.

Se levanta con un suspiro, se pone el abrigo y sale. Aún no ha decidido lo que va a hacer, ni siquiera ha podido poner en orden sus pensamientos. La noticia lo tomó desprevenido, y se sintió viejo, confundido, desconcertado, extrañamente solo. Ahora siente las palpitaciones rápidas del corazón en los oídos. No es que no quiera un hijo, siempre quiso tener uno, alguien que llevara su sangre, su apellido, compartiera sus costumbres y su modo de pensar. Después de tantos años de haberse convencido de que era incapaz de procrear, Natalia le sorprende con la noticia.

Es necesario que lo decida con el cerebro, como si fuera un negocio más, no dejarme llevar por el primer impulso.  Natalia es la mujer menos adecuada para tener mi hijo. Es demasiado joven, demasiado inmadura.  Para una aventura entretenida es exquisita.  Si me caso con ella, me convertiré en el hazmerreír de todos mis amigos.  Me dirán que se dejó embarazar para ganar ventaja sobre mí y asegurarse para ella y el crío un porvenir cómodo. A pesar de que sabe que puede ser cierto, la idea de dejar que un hijo suyo sea bastardo no le es grata.

Mi padre siempre estuvo presente.  Quizás por estar envuelto en los negocios no me dio la atención más adecuada, pero estaba, y yo sabía que podía contar con él. No fue el mejor padre, pero aprendí de él y no cometeré los mismos errores.

Mientras Natalia fue la muñequita para el placer se sintió cómodo.  El que ella estuviera con él por el dinero, no le importaba.  El matrimonio, sin embargo, lo ataría a una situación en que la diferencia de edades resulta incongruente. Ella esperará la atención debida a una esposa, él no se siente en condiciones ya, y la verdad, disfruta la soltería.  Puede ir al club cuando quiere, mirar por horas el paisaje desde la ventana de la casa si se le antoja, viajar sin avisar a nadie. Una vez casado eso sería difícil. Natalia es muy dulce pero las mujeres, seguras de su posición, suelen convertirse en arpías demandantes.  No, definitivamente no quiere las cadenas de un matrimonio. Ya probó a estarlo más de una vez.

 No soy tan viejo para tener un hijo, piensa.  Aunque al lado de Natalia lo parezca, sabe que se ve mayor que su edad real.  En los últimos años se ha dejado ir: bebe y come demasiado, no hace suficiente ejercicios. No está en las condiciones físicas adecuadas para tener una esposa joven y correr detrás de un crío. Resulta una burla el que vaya a ser primerizo en este momento. 

Esta puede ser la oportunidad para cambiar mi forma de vida, incluso de alargarla, mejorarla. Podría compartir con el niño, disfrutar enseñándole juegos y ya más grande, las lecciones que la vida le enseñó a él a golpes. Prepararlo para que tome el mando de los negocios cuando él no pueda. Todo será del hijo, se asegurará de que no haya forma en que Natalia pueda poner sus dedos codiciosos sobre la fortuna.

Aunque no se lo dijo en el momento, hay otra consideración. ¿Qué tal si el hijo no es suyo y la muchacha solo pretende colgarlo de su cuello? No tiene razones para dudar de Natalia y aunque sabe que puede obtener la prueba fehaciente de que el hijo es suyo, si quiere un hijo, y de eso está seguro ¿para qué arriesgarse?  Con tal que él lo considere y trate como tal, los demás estarán obligados a tragarlo.     

Se le ocurre que puede hacer un arreglo con Natalia ventajoso para ambos.  Ella es joven e impresionable, el dinero la deslumbrará.  Puede casarse con ella y luego divorciarse cuando el chiquillo nazca.  Será magnánimo en el acuerdo económico a cambio de que le deje al niño.

Ha comenzado a caminar más rápido. Encontrada la solución perfecta, una alegría crece dentro de él.  Regresa con paso ligero, libre del peso con el que salió. Se imagina con el hijo de la mano, enseñándolo, visitando lugares históricos, explorando nuevos lugares, viajando por el mundo. El niño dará continuidad a su apellido, no envejecerá solo. Para cuando llega a la casa, una amplia sonrisa le ha borrado la tirantez del rostro.

En el celular tiene una llamada perdida de Natalia.  No es su costumbre llamar, ni la de él responder cuando lo hace.  Pero esta es una excepción. Es diferente.

—Hola, mi amor —le dice ella llorosa— estoy sangrando. 

Lento, se sienta frente al amplio ventanal.  Ha dejado de caer la nieve y puede ver las huellas que ha dejado en ella. A sus ojos, vidriosos por el golpe inesperado, el hermoso paisaje es ahora cruelmente imperfecto.

Sin responder, abre la mano y deja caer el celular al suelo.

lunes, mayo 19, 2014

María de los Ángeles Ramírez Betancourt está en casa


Al despertar después de cada tratamiento de electrochoque, el galeno le pregunta su nombre. Ella responde soñolienta: María de los Ángeles Ramírez Betancourt. Solo su nombre, con eso es suficiente. Acostada en la estrecha cama del hospital, helada del frío, repite y repite su nombre. La terapista viene a buscarla todos los días, pero se resiste a levantarse. No quiere hacer pulseras de cuentas de colores, ni pintar con crayolas, como hacía en la clínica parcial.

─María de los Ángeles, la estadía aprobada terminó, así que procesaremos su alta. Es imprescindible que asista al parcial y siga viendo a su médico para que este continúe el tratamiento.

María de los Ángeles Ramírez Betancourt, regresas a casa. María de los Ángeles, pero ¿cuál es tu casa? No quiere salir del hospital: allí se siente segura, tranquila y puede dormir.  ¿Quién eres María de los Ángeles? No sabes quién eres… ¡Mentira!  Soy María de los Ángeles.

─Llegó tu esposo a buscarte, María─ le avisa una enfermera.

Recoge las bolsas de papel en que ha echado sus pertenencias y sale. Solo el gesto de disgusto en el hombre le es familiar. María de los Ángeles Ramírez Betancourt no quiere saber quién es ella más allá de su nombre.

El tapón es horrible, el calor insoportable y escucha al hombre rezongar porque llegará tarde a una reunión importante por culpa de ella, y ¿qué vamos a hacer contigo María? Contraté una enfermera para que te acompañe y no intentes una locura. ¿Tienes una idea de los problemas que nos causas a todos, María? ¿La tienes, realmente la tienes? ¿Te importa?

Suben en el ascensor con otros residentes y se avergüenza de las bolsas en que lleva sus cosas porque le parece que es obvio de dónde viene.  La enfermera la ayuda a bañarse y le pone un pijama cómodo. María de los Ángeles Ramírez Betancourt ha llegado a casa, tiene 28 años, dos hijos pequeños, y lo único que quiere es morirse.

Mal de ojo



Mi hermana creía en el mal de ojo.  Yo no, quizás porque estaba segura de que no tenía nada que envidiar. Quien nada tiene, nada teme, me dijo mi tía, ya anciana, a quien cuidaba siete días a la semana, con sus respectivas noches. Y es que el día que mi hermana pasó como un zeppelín por la casa a visitar a nuestra tía, nos comentó que el mal de ojo había sido la causa de la muerte repentina y prematura de su más valioso caballo de competencia, última desgracia en una larga fila de pérdidas y contratiempos, la mayor parte de los cuales estaban relacionados con la construcción de una lujosa casa de campo.
Entrada en los cuarenta y soltera, me había entregado a la misión de cuidar a mi tía. Me aseguraba que la anciana estuviera cómoda y comiera bien.  Muchas eran las noches en que me quedaba dormida a su lado, leyéndole o viendo alguna película nueva en Netflix.  Ella decía que yo era la hija que nunca tuvo, porque aunque disfrutó una que otra aventurilla en su madurez, tuvo la desgracia de quedar viuda muy joven, sin hijos. Por fortuna, heredó de su esposo un cuantioso capital que había sabido incrementar con el consejo de un astuto asesor financiero.
Confieso que no era del todo desinteresada mi decisión de cuidar a la anciana.  Quería ver mundo y para ello contaba con el dinero que heredaría de mi tía quien muchas veces me había dado a entender que una buena porción de su fortuna sería mía cuando falleciera.
Aunque creí estar preparada, su muerte fue un rudo golpe.  Mi hermana no pudo asistir al entierro por estar de viaje por Europa, así que me vi sola, agobiada por la pena y enfrentando los arreglos necesarios para el entierro.
Por instrucciones de mi tía, el abogado me trajo una carta suya la noche antes de la lectura del testamento.  Escrita en su letra, pequeña y temblorosa, en fino papel de hilo rosado con su monograma, mi tía me agradecía los años dedicados con ternura a cuidarla.  Su gran amor hacía mí la había llevado a tomar la difícil decisión de dejar su fortuna a mi hermana, con la instrucciones de cubrir todos los gastos de la casa, donde era bienvenida a seguir viviendo.  Recibiría además un pequeño estipendio mensual para sufragar mis gustos personales, los que sabía eran muy frugales.  Recuerda, decía, que la vida no te ha preparado para enfrentar el mal de ojo, y quien nada tiene, nada teme. 

 

martes, mayo 06, 2014

Una chicana en aprietos


Te lo juro, el más difícil fue el primero. Quizás porque después de ese, los demás no importaban. Me dejé llevar por el impulso. No sé si me pegaste o no, o me dijiste algo, solo sé que tenía el zapato en la mano y me pareció que lo más adecuado era que te pegara con él en la cabeza con toda mi fuerza. El zapato se quedó incrustado en tu cráneo y salió disparado un chorro sanguinolento que me llegó a la cara y el pecho. Sentí ira. Ira de que te atrevieras a salpicar mi vestido y mi piel, ensuciándolos. No sabía que tenía tanto coraje por dentro. Halé el zapato hasta sacarlo y te seguí golpeando. Cada golpe con más fuerza, más furia. Le cogí gusto al tum tum del taco de mi zapato en tu cabeza. Y a levantar el brazo, a dejarlo caer, a verte encoger como una cucaracha. El sonido del golpe en el hueso y en las partes blandas era diferente; tum tum tam tam. Una especie de música sorda, en dos tonos. El segundo golpe te lo di a nombre de mi padre que me desvirgó de pequeña, y me dijo que si se lo decía a mi madre, nos mataba a las dos. El tercero fue por mi hermano. Vio a mi padre conmigo y pidió privilegios iguales o me delataba. El otro por el hombre que quien me casé y cuando tenía la barrigota del hijo que no nació vivo, me abandonó. Y los otros por ti, otro y otro. Por las veces que me dijiste mexicana sucia, estúpida, no sirves para nada, me avergüenzas. Por los golpes que me diste cuando estabas borracho y las veces en que amenazaste con reportarme a inmigración. No me joderás más la vida.

Mi furia se fue disipando, y entonces me percaté  que tus sesos estaban  derramados en el suelo: se habían ido colando por los huecos en tu cabeza. Sesos y sangre habían llegado hasta a las paredes donde formaban caminos de un tono barroso.  Limpié el taco del zapato, pero no pude recoger tus sesos para reacomodarlos. Lo intenté, lo juro, pero esa masa que se escapaba de tu cabeza se me escurría por entre los dedos como gelatina. No estabas respirando, así que no importaba mucho, realmente nada. ¿Para qué quieres de vuelta unos sesos revolcados, ahora sucios?  Me dan asco.

Me desvestí y fui al lavamanos a limpiar el vestido. Las manchas de sangre no salen, nunca salen y oigo a mi madre llamarme. Estela, hija, ¿por qué hay sangre en tu sábana, niña? Y no sé que decirle. Me quedo callada y no insiste. 

Me salvaste del mundo de los indocumentados, ofreciéndome tu apartamento que era mi seguridad de una vida tranquila. Te estabas tomando un riesgo y no me dejabas olvidarlo. Cuando te emborrachabas decías que me denunciarías si no hacía tu voluntad. Me lo decías junto a la ristra de palabras soeces con las cuales nos describías a mí y a mi familia: sucia, arrabalera, puta.

Estrego y estrego mi blusa y la sangre no sale.  Las paredes manchadas también me delatan pero no me animo a limpiarlas.  Estoy demasiado cansada y me duelen los brazos.  Te miro y quisiera que no estuvieras ahí encogido en una posición fetal, tu traje manchado del líquido morado que aún se escurre por los huecos en tu cabeza.  Cojo el teléfono para marcar al 911 y lo cuelgo. 

Abro la puerta y me marcho, solo soy una chicana indocumentada. Me escurro en la noche, una deambulante más que duerme en el rellano de una puerta.   

jueves, mayo 01, 2014

Las medias

     William no está de buen humor en estos días.  Se acerca el aniversario de la muerte de su primera esposa, Linda, y acres recuerdos lo extenúan.  Aún le mortifica el pensar que se casó demasiado pronto con Tamara, pero qué ha de hacer un viudo con dos hijos pequeños, si su madre murió cuando él era solo un niño, y no puede soportar a su suegra.
     En lo que a él se refiere, Tamara no puede ocupar el lugar de Linda.  Pero es buena con sus hijos y ha sabido enfrentarse al cotilleo de vecinas que la acusan falsamente de haber sido su amante.  Curiosa idea, esa.  De haber querido tomar una amante no se parecería en nada a Tamara.  Habría escogido una gordita hermosa, de grandes senos y anchas caderas, que supiera hacerlo reír hasta en la cama. Y es que el único referente que tiene es el de su padre, anciano ahora, y la regordeta mujer que llevó para que cuidara de William y su hermano, cuando la madre los abandonó.
     William los sorprendió juntos en la cama matrimonial.  Ella a medio vestir, sobre él, y los pies de él sin medias moviéndose, en el juego pre-coital.  Nunca se atrevió a preguntarle a su padre porqué de todas las piezas de ropas eran las medias las que no tenía puestas.  Poco después la criada-niñera se convirtió en la señora de la casa, y menos aún preguntó lo que hasta ahora era una interrogante.
     No es del todo feliz con Tamara, y en ocasiones, si es sincero consigo mismo, tiene que aceptar que al final, tampoco lo era con Linda.  Ambas de buen ver, educadas para ser las perfectas amas de casa, e incluso, complacientes en la cama. Justo ahí, le parece en estos días está el problema.  Ambas complacientes, nunca un no a sus acercamientos, pero carentes de iniciativa.  Elegantes, cultas, buenas madres, pero sosas, sosísimas en la cama.
     Enciende el auto, y oyendo el poderoso rugir del motor se dice que lo tiene todo. Dos hijos preciosos, una buena casa en un lugar exclusivo, dinero… lo único que le falta, y se disgusta consigo mismo por mal agradecido, es un poco de sal y pimienta en su vida.  Eso, las risas.  Entonces recuerda las risas de su padre y la entonces niñera, y los malditos pies descalzos de su viejo, saltando en el aire, convulsos de carcajadas.
    Acelera porque cuando esos pensamientos le asaltan intenta borrarlos haciendo que el auto corra veloz. Guiar es uno de sus grandes placeres, sentir que la máquina ronronea bajo el control de sus manos, que obedece a sus comandos.  Siempre le gustaron los autos lujosos, con interiores de cuero, olor a nuevo.  Fuma, pero nunca en el auto.  Contrario a cuando hace el amor con Tamara, en que después, casi siempre, va por un trago y un cigarrillo. Es un punto final que le hace falta.  Muchas veces se pregunta si es costumbre que aprendió de su progenitor. Los sábados, después de hacer el amor con la niñera-madrastra se levantaba e iba por un trago.  La mujer lo acompañaba a beber y después de varios retornaban a la cama. Intentaban ahogar sus carcajadas, sin éxito,  y entonces él se masturbaba pensando en los pies descalzos de su padre, y en lo que ocurría más arriba de las rodillas.
    Hoy el mal humor perdura a pesar de haber disfrutado el viaje.  No ha logrado convencer a Tamara que insiste en ofrecer una vez más una misa por Linda. Desde que se casaron lo viene haciendo, quizás para demostrarle a las chismosas del pueblo que no tiene por qué avergonzarse.  Da la impresión que sí lo haces, fue su último reclamo.  Pero a su esposa no le importa, quiere la misa para Linda, ya encargó las flores y se aseguró que estará Muñoz que toca el órgano como los ángeles. Y tienes que venir temprano, fue lo último que le dijo y él con esta ira inmensa porque no entiende, pero sí entiende que Linda haría lo mismo por Tamara, que son gemelas, cortada por el mismo molde, una el reflejo de la otra. 
      Fue un estúpido, es un estúpido: cuando Linda murió lo que necesitaba era una joven de carnes amplias y tetas grandes.  Una que le hiciera olvidar todo, incluso el intenso frío del invierno. Una que lo hiciera reír. Una por la que se quitara hasta las medias.