martes, julio 28, 2015

Es tiempo de decir la verdad


Te invito a sentarte frente  a mí;  lo haces sin ganas.  Me imagino que a estas alturas de tu vida lo menos que esperabas es estar ahí, expuesto. Estás avejentado, pero no te lo digo. Hace tiempo aprendí a callar aquello que no halaga, y odiaría que me dijeras lo mismo.  Me está siendo difícil envejecer, es lo más difícil que hacemos las mujeres.

Me estás estudiando, evaluando, ¿qué piensas? Supongo que debería preguntarte, al menos por cortesía, que cómo estás.  ¿Sabes?  No me importa en lo absoluto.  Solo sé que tenerte junto a mí, tan cerca, ha revolcado intensos sentimientos que usualmente trato de no enfrentar.

Te detesto. Es posible que lo sepas, porque me fui de tu vida tan de repente. A veces teorizo que realmente no esperabas que lo lograra, había hecho tantos intentos fallidos. Pero sí lo había intentado y no te lo oculté. Pensabas que era demasiado débil, que me faltaba voluntad, que eran chiquillerías mías…

 Estás sentado junto a mí y eres el agente de mi desgracia.  No pude nunca sobreponerme al daño que me hiciste.  Si alguna vez albergué la esperanza de poder fraguar una vida, ahora sé que el daño fue demasiado grande, por demasiado tiempo. Quería una nueva oportunidad de casarme, de formar un hogar, aunque fuese sin hijos.  Descubrir las alegrías del diario vivir, la pasión del amor, la dicha de compartir aventuras, sentir que tenía una familia, amigos… que era amada. No pude.

Me asfixia la rabia de pensar que tú aparentemente, lograste rehacer la tuya, dejando la mía deshecha. Espero que nunca hayas sido feliz. Que en las noches te acose el remordimiento por lo que me hiciste.  Que te hayas dado cuenta que antepusiste tu familia a mí, olvidando el compromiso que tenías conmigo desde el momento de casarnos. Que nunca cumpliste con tus deberes de esposo, que me dejaste abandonada emocionalmente, fingiendo ante los demás un apoyo que nunca me diste.  Tú sabías lo que estabas haciendo, no hay de otra. 

Quisiera creer que no podías evitarlo, pero eso no te hace inocente.  Como el pedófilo que prefiere ser castrado antes de dar rienda suelta a sus deseos, pudiste darme la libertad que me merecía, sin manipulaciones, sin falsas promesas, sin la mentira del te quiero insinuado, nunca dicho ni sentido.

Te deseo cien años de la vida que me diste… y no serían suficientes para pagar la deuda que tienes conmigo…

lunes, julio 13, 2015

Burbujas de jabón y el toque de Midas


Ya no hago burbujas de jabón, tampoco las hago de sueños.  Con el tiempo he ido perdiendo ilusiones y no espero mucho de la vida.  Reconozco que las personas que tienen metas, fantasías, quimeras, como quieran llamarlas, son más felices. Yo no tengo.  No me las quitaron los golpes de la vida, porque mirando a mi alrededor  reconozco que hay cruces mucho más pesadas que la mía. Tengo salud, un techo, comida segura, y venido a ver, tengo más de muchas cosas que  no necesito de lo que el promedio de la gente tiene. Eso sí, tengo la mala costumbre de decir que estoy sola, que me habría gustado tener un compañero. Que tuve tres que no hacen uno es cierto.  La cuestión es que eso es lo único que deseo y no tengo y cae dentro del toque de Midas.

Hace años me di cuenta que soy portadora del toque de Midas. De una especie de él de la que pienso que padecemos muchos.  Ese que hace que tan pronto mis dedos acaricien al sujeto, cambie su consistencia. Para mal, claro está. Lo aclaro por aquello de alguno que no pasó nunca por la experiencia y fue incapaz de captar el sentido. Esos, tengo la impresión, andan por la vida sin madurar, niños mirando las  estrellas; o son capaces de hacer la limonada y luego ver el vaso medio lleno.  Actitudes de vida  que envidio porque les permite ser felices, incautos pero felices.

Por decir que proviene de algún sitio, diré que los que tenemos esa especie de toque de Midas, lo heredamos. Afortunadamente la mayoría de los pacientes llegamos a un punto tal en que nos damos cuenta de lo que nos estamos haciendo y gritamos: “no más”.  Es entonces cuando dejamos de hacer burbujas de sueños. O al menos, burbujas de sueño en que estamos acompañadas.  Y si hemos llegado a un punto tal en que la única burbuja que nos interesaba era esa, nos va mal, porque ya ni soñamos, ni hacemos burbujas.  Entonces nos ponemos a pensar en la muerte.

En las últimas semanas me he dado cuenta de que la muerte, el pensamiento de ella, el temor a ella, nunca está muy lejos.  Y claro, prontamente hago la distinción: no, si a la muerte no le temo, a lo que le temo es a la forma.  Quedarme muerto dormido en mi cama, o viendo tranquilamente una película en el cine, a esa muerte no le tengo miedo.  Es a la otra, a la que te va arañando hasta que ya no queda casi nada de ti, pero tienes que seguir vivo hasta que tu espíritu este listo para elevarse. Me pregunto cuál será el consuelo de aquellos que piensan que después de esta vida no hay nada.  Se sufre muriendo ¿para nada?  ¡Qué asco! 

Yo al menos, estoy segura que después de este mundo hay otro.  Otro que es más feliz, más hermoso y tranquilo.  Pero por más convencida que estoy, le tengo miedo al proceso de la muerte.  No puedo espantarlo de mi lado como si fuera una mosca, porque no lo es.  Es un hecho de vida: hoy estamos vivos, un día cualquiera ya no.

Lo peor es que nos ponemos a mirar a las personas que reciben el impacto de la muerte de un ser querido.  Una de esas muertes a destiempo: una no esperada, un accidente o una enfermedad que se lleva a alguien en la edad en que los seres humanos comenzamos a alcanzar la cima.  Tras los días traumáticos viene, poco a poco, ¡bendito sea Dios!, el consuelo.  Y un día cualquiera nos damos cuenta que es cierto eso de “el muerto al hoyo…” El espacio que ocupamos es tan chico.

Es difícil pensar que no somos el ombligo del mundo: sin mí no estaríamos donde estamos… Pero no es así. La realidad es que estamos a dónde la vida nos lleva no donde queremos nosotros estar.  Que si fuera donde queremos nosotros, yo andaría en una burbuja de colores, con un compañero, libre del toque de Midas.