Te invito a sentarte frente a mí;
lo haces sin ganas. Me imagino
que a estas alturas de tu vida lo menos que esperabas es estar ahí, expuesto.
Estás avejentado, pero no te lo digo. Hace tiempo aprendí a callar aquello que
no halaga, y odiaría que me dijeras lo mismo.
Me está siendo difícil envejecer, es lo más difícil que hacemos las
mujeres.
Me estás estudiando, evaluando, ¿qué piensas?
Supongo que debería preguntarte, al menos por cortesía, que cómo estás. ¿Sabes?
No me importa en lo absoluto.
Solo sé que tenerte junto a mí, tan cerca, ha revolcado intensos
sentimientos que usualmente trato de no enfrentar.
Te detesto. Es posible que lo sepas, porque me
fui de tu vida tan de repente. A veces teorizo que realmente no esperabas que
lo lograra, había hecho tantos intentos fallidos. Pero sí lo había intentado y
no te lo oculté. Pensabas que era demasiado débil, que me faltaba voluntad, que
eran chiquillerías mías…
Me asfixia la rabia de pensar que tú aparentemente,
lograste rehacer la tuya, dejando la mía deshecha. Espero que nunca hayas sido
feliz. Que en las noches te acose el remordimiento por lo que me hiciste. Que te hayas dado cuenta que antepusiste tu
familia a mí, olvidando el compromiso que tenías conmigo desde el momento de
casarnos. Que nunca cumpliste con tus deberes de esposo, que me dejaste
abandonada emocionalmente, fingiendo ante los demás un apoyo que nunca me
diste. Tú sabías lo que estabas
haciendo, no hay de otra.
Quisiera creer que no podías evitarlo, pero eso
no te hace inocente. Como el pedófilo
que prefiere ser castrado antes de dar rienda suelta a sus deseos, pudiste
darme la libertad que me merecía, sin manipulaciones, sin falsas promesas, sin
la mentira del te quiero insinuado, nunca dicho ni sentido.
Te deseo cien años de la vida que me diste… y
no serían suficientes para pagar la deuda que tienes conmigo…