jueves, enero 23, 2014

Desgastados


Cuando llegaba a la casa, ella estaba metida en la cama, y las más de las veces ni siquiera se había levantado.  No había comido nada aferrada al teléfono como una loca. La metía casi a la fuerza a la ducha porque el agua parecía lavarla de la angustia en que pasaba sus días. Entonces se reanimaba, cocinaba, cenábamos y luego me buscaba como perra en celo. Era insaciable.  El sexo la calmaba y se quedaba dormida entre mis brazos.

Me necesitaba tanto y yo la amaba con la misma locura que la llevaba a ella a desgastar sus días en la cama, tratando de conseguir a alguna amiga que la distrajera al teléfono. Había tenido que hacerle prometer que no llamaría a mi trabajo por temor a que me despidieran. Bastaban las miradas de reproche cuando llegaba tarde, que era casi todos los días.  Mi jefe me advertía que el brillo de la luna de miel pasaría, y la costumbre nos halaría en su vorágine, que era, al fin y al cabo, el hastío. Entonces, insistía, te darás cuenta que el trabajo es la mejor distracción del ahogo de todos los días.  Su cinismo era fruto de dos matrimonios fracasados, pero en ocasiones sentía el deseo de preguntarle si todas las mujeres eran como la mía.

Nereida había cambiado tanto después de casarnos. Me arrepentía de haber insistido que dejara su trabajo. Lo echaba de menos, me decía. No me levanto porque no tengo nada qué hacer.  Yo le dejaba pequeños encargos que la motivaran.  La exhortaba a que volviera a la universidad, a que saliera con sus amigas.  Pero sus temores le impedían salir de la casa. 

─Solo tú y yo tenemos sentido en esta vida ─me decía─.  Solo cuando estamos juntos estoy tranquila.

Muchas veces en los momentos más frenéticos de pasión me murmuraba que acabáramos con todo, que nos fuéramos juntos. Que no soportaba las horas en que yo no estaba.

Comencé a temer llegar a la casa, me sentía exhausto. Me requedaba en la ciudad tratando de no pensar en el desespero de ella.  Apagaba el celular para ni siquiera saber cuántas veces me llamaba. Ya perdió el brillo, me decía mi jefe sonriendo mordaz. Yo me sentía vulnerable y cobarde porque no enfrentaba la situación. Nereida necesitaba una ayuda que yo no podía darle.

Al llegar a la casa, siempre la encontraba en medio de alguna crisis.  Entonces me insultaba, intentaba pegarme, más de una vez alcanzó a arañarme.  Me protegía el rostro para que el daño no fuera evidente, para que los compañeros de trabajo no se dieran cuenta.

Cuando se tranquilizaba se acercaba a intentar seducirme. Trataba de complacerla, pero más que deseo me causaba temor el tenerla cerca. Entonces ella sugería un pacto suicida.

─Es lo único que nos salvará de esta farsa que llamamos matrimonio. Lo único que permitirá que sigamos juntos para siempre rescatándonos de esta zozobra.

Sonaba convincente, y en esos últimos tiempos, yo estaba al borde de darle la razón. Me hallaba tan cansado, ella se veía tan ajada y corroída.  La ruina del hogar que nunca fue, dos fracasados. Juntos, éramos la peor medicina el uno para el otro. Quizás la muerte nos daría la ansiada paz: la tranquilizaría, nos tranquilizaría.

Era como el suicida que se enfrenta a un abismo sin fondo que lo reclama. Intuía la cercanía y negrura de la muerte, extensión que era de ella. Sentía su aliento caliente en mi rostro…El murmullo en mi oído… Tuve miedo… Y elegí salvarme.

domingo, enero 12, 2014

Inútil



Llevo mi mano a la entrepierna y un gemido me sube a la garganta. Lo ahogo; no quiero que me oiga.  Ella ha encendido la luz y tengo silla de palco, desde donde puedo verla claramente. Me acomodo mejor.

La seguí todo el día. Hay en su caminar un sandungueo que me saca de órbita. Tiene ese remeneo de caderas que me eriza los vellos del cuello y que lleva un sudor frío a mi espalda, despertando la vida entre mis caderas. Me toco nuevamente allí, donde él está creciendo y mi respiración se agita.

Ella se remueve el sostén, y sus tetas negras, libres ahora, se bambolean.  Son grandes como toronjas redondas, e magino que las toco, las presiono contra mi pecho, las lamo.  Es exactamente lo que necesito. Ni con sus más sensuales movimientos, logra Sandra lo que esta negra cachonda ha logrado con el solo mover de sus caderas.  Llevo todo el día detrás de ella.  Me tomé una cerveza sentado en una esquina del bar, en el cafetín en que entró a almorzar.  Pidió una Coor’s light en lata y se la pasaba por el nacimiento del seno para aliviar el calor. Charló con el mozo y su risa es ronca. Fue entonces que me convencí que debía seguirla, de alguna forma hacerla mía.

Remenea las caderas mientras se quita las bragas, atenta a lo que pasa en la calle.  Me pregunto si sabe que la seguí, que la estoy ligando, y el espectáculo es para provocarme.  Para sacarme de las sombras de la noche y llevarme a su cama.  Desliza una mano hasta la vulva y la puedo imaginar runruneando como gata complacida.  Lleva su mano hasta la boca y saborea los dedos uno a uno… Lenta, deliciosamente…

Siento que voy a derramarme, me tiemblan los hombros, las piernas, y un escalofrío me sube por los pies hasta la entrepierna.  Mi cuerpo se estremece, convulsa y acallo con las manos los aullidos de placer,

Escucho el ladrido de un perro cada vez más cerca, ella cierra las cortinas, y apaga las luces.  El espectáculo ha terminado.

Quizás esta noche pueda probarle a Sandra que no soy un inútil.

 

lunes, enero 06, 2014

Elsa

            ─Pocas veces subes sola ─le digo riéndome.
Y ella ríe como si me entendiera. Es la primera vez que lo logra. Me da miedo que se caiga pero sé que tengo que dejar que aprenda.  Que es parte de crecer.  Llega al último escalón y me ofrece su mano, y le digo, lo lograste, y ríe nuevamente.
Es una maravilla ver crecer a un niño. Ayer solo dormía y lloraba. Casi sin saber gatear aprendió a caminar y está en esa edad en que quiere ir a todos lados y cogerlo todo. Con su oso de peluche preferido en los brazos camina balanceándose para evitar caerse.  Me maravilla el pensar que es parte mía: mi hija. Yo, que siempre pensé que no sería buen padre, incluso me había hecho a la idea de no tener hijos. Los planes eran casarme y viajar con mi mujer a cada oportunidad, pero nuestra pequeña Elsa cambió mi mundo por completo. 
Cuando mi mujer me dijo que estábamos esperando un hijo, casi no podía creerla. Nos asustamos los dos, y ahora, ¿qué? No sé si su miedo era a tenerlo o a decirme que venía en camino.
La sorpresa grande fue lo mucho que disfrutamos el proceso de esos nueve meses. Al principio tratando de adivinar el sexo, después escogiendo nombre, y luego, comprando las cosas para la beba. El inmenso closet que yo había preparado como una diminuta oficina lo convertimos en pequeña habitación para nuestra hija y yo mudé mis libros y la computadora al ático. Luego de decorar la habitación para su nuevo propósito, sobre el pequeño mural de un arcoíris que pintó Laura en la pared, coloqué unos estantes blancos.  En ellos pusimos una colección de muñecos de peluche pequeños de diferentes colores.
Entusiasmado por lo bien que nos quedó la habitación, pulí y pinté las escaleras al ático, proyecto que había tenido en mente, pero que ahora me pareció natural completar. Quince escalones y sus balaustres que quedaron como espejos.
Llovía el día que Laura rompió fuente, por suerte un sábado.  El parto fue rápido y ya el lunes me las llevé a casa. Y entonces empezó esta fabulosa aventura…
Me despierta de mis sueños de orgulloso papá primerizo, el ruido sordo del cuerpo al caer y el aullido feroz de Laura, bramido que retumba en la casa…