domingo, diciembre 23, 2012

Esta Navidad

Me he propuesto pasar unas navidades felices. Que no se diga que no intenté por una vez en la vida, divertirme en esta época a la que le tengo manía desde pequeña. No sé si tiene que ver con que nunca recibí los regalos que pedí a Santa Claus y a los Reyes mientras creí en ellos. O que, al aprender que no existían realmente, perdí la esperanza de que llegaran los presentes que deseaba. Nada más triste que perder la ilusión de que existen estos seres maravillosos que van a traerte el regalo soñado. Casi prefería que existieran aunque me trajeran lo que les diera la gana, que era lo que siempre hacían, a saber que eran una fantasía.

Me enteré de muy niña del engaño de que éramos víctimas niños y padres, ellos, porque se obligaban a hacer un esfuerzo económico para intentar regalarnos algo que nos gustara. No recuerdo si era Santa Claus o los Reyes los prácticos, los que nos traían cosas que necesitábamos, que es decir que no era realmente un regalo. Regalo es una sorpresa, algo que has pedido de corazón o algo que no necesitas, pero que una vez llega, no sabes cómo pudiste vivir sin tenerlo (sensación que de niños nos dura apenas unos días).

Ya de crecida no eran realmente regalos los que recibíamos porque acompañábamos a mi madre a las tiendas y escogíamos algo que nos gustara, dentro de su presupuesto. De adolescentes era ropa: los vestiditos para los días de fiesta. No es que fuéramos a ir a fiestas, es que eran días feriados y se estrenaba ropa.

Recuerdo que los regalos sorpresa que más me gustaban los traía para la fecha de Reyes una prima. Su presupuesto era el más restringido de todos, pero siempre llegaba con detalles especiales, originales. Mi prima murió hace más de cuarenta años, pero aún tengo una peinilla azul que fue uno de los últimos regalos que me hizo. Era una peinilla adornada con piedrecitas de colores, las que fue perdiendo, pero sigue siendo la mejor peinilla para acomodar mi cabello.

Vivo apegada a mis cosas, pequeñas o grandes. Mi casa, a la vista de otros, debe ser un pequeño museo por los cientos de objetos que llevo guardando por años. De vez en cuando me digo que tengo que regalarlos, salir de ellos, porque cuando muera no tendrán valor alguno para quién los herede. Pero me parece una tarea tan inmensa, que de solo pensarlo me canso. Mañana, me digo, mañana empezaré a recogerlos para donarlos. Esperemos que ese mañana llegue antes de estar demasiado vieja.

Mientras, entre ellos, y con Cuquito, intentaré celebrar estas navidades con la alegría que les ha faltado a todas las otras. Es tiempo de que en mi vida haya alguna felicidad, y quizás, ante mi cambio de actitud, este año el Niñito Jesús resulte benévolo y me permita disfrutarlas en paz y armonía.

Y hasta me deje un regalo…

Memorias

Mientras buscaba mi memoria más antigua, una que tuviera rositas de maíz de colores; algodón rosado, dulce y pegajoso; machinas de caballitos y de carritos locos; o una que incluyera el dulce-amargo peregrinaje al viejo San Juan para ver la vitrinas navideñas, comencé a soñar con aguas turbias, estancadas, nunca claras ni llanas. Son de un color verde oscuro casi negro, y de ellas, de vez en cuando sale un monstruo sin rostro. No necesitan rostro mis monstruos porque apenas los intuyo, reconozco su identidad. Sabiéndose reconocidos, vuelven a hundirse en las aguas oscuras.

Vencida en la búsqueda mental de una memoria, me había resignado a hurgar entre viejos escritos, cuando llamó mi hermana para decirme que sus padres habían encontrado a Brenda muerta.

Tenía apenas seis años cuando al fallecer mi abuelo me topé por primera vez con la muerte y tomé conciencia de que somos seres temporales. Para consolar a mi madre alguien le dijo, y la escuché decirle, que todos andamos con la muerte detrás de nuestra oreja. Durante noches sin fin, mientras intentaba quedarme dormida, sentía a la muerte en mi cama, agarrada a mi oído. Recién comenzaba estudios de catecismo para hacer mi primera comunión y me desvelaba el pensar que si la muerte decidía llevarme estando en pecado, impura de confesión y habiendo ya pasado la edad en que los niños van a flotar al limbo, iría a quemarme al infierno.

Poco a poco me fui dando cuenta de que si bien la muerta estaba allí acomodada, no podía hacerme nada hasta que no recibiera la debida instrucción de recoger el alma. Para entonces no creía en el infierno de cuando era niña porque vivía en uno, y la menor de mis preocupaciones era andar con la muerte enganchada en mi oreja, porque la veía como mi liberadora.

El viernes, mientras viajaba con mi hermana al entierro, pensaba que es la segunda Brenda que enterramos, la segunda que muere fuera de cartelera. Como quien hace un ejercicio, hicimos inventario de los hijos que se han enterrado en nuestra familia, muertes que no debieron haber sido y que dejaron vidas rotas con su fuga a destiempo.

Ya mis padres murieron y he vivido una vida lo suficiente larga para que mi muerte no esté fuera de turno. Eso sí, desde el viernes he vuelto a estar conciente que la muerte está agarrada a mi oreja y que no es una pantalla de lujo, ni una prenda de adorno. Es entonces cuando se me ha ocurrido que al cambiar de plano tendré que nadar por las aguas oscuras de mis sueños, flotando entre memorias del pasado, enfrentando a mis monstruos, haciendo la paz con ellos. Me ilusiona el pensar que entonces re-encontraré las memorias perdidas, las de los carnavales y fiestas patronales de mi infancia y veré nuevamente el trencito atiborrado de regalos de navidad que imperturbable daba la vuelta de frente a la Plaza de Armas, desde la vitrina del antiguo Gonzáles Padín.



sábado, diciembre 22, 2012

domingo, diciembre 16, 2012

El antes y el después

Hace varios días que me da vueltas en la cabeza el que nuestra vida está hecha de un antes y un después. En mi caso, antes y después de casarme, antes y después de mi divorcio. Se supone que ese hecho que marca el antes y después llevara a un cambio, un cambio para mejorar. La única diferencia en que puedo pensar es que antes el hombre estaba y después no.

Me falta un después: el después que dé el cambio. Que es un eufemismo para morirse, porque la muerte la tenemos todos detrás de la oreja, cosa que sé desde pequeña. No es un pensamiento muy atractivo que digamos pero no deja de ser la realidad.

Pienso mucho en la muerte. En lo que significa no tener que levantarme en las mañanas y pensar qué estoy haciendo en este mundo, ni qué rayos hice con mi vida. Supongo que si cuando llegue a donde uno llega permito que Dios comience su interrogatorio antes de que yo inicie el mío, me reprochará el no haber hecho nada con los talentos que me dio. Yo, por mi parte, si alcanzo la delantera, trataré que me conteste el porqué me dio los talentos a sabiendas de que mi carácter me impediría utilizarlos debidamente.

Y es que además de pensar en la muerte estoy luchando con mi concepto de Dios: un Dios que lo sabe todo y que está viendo que apenas puedo con la carga, a pesar que, insisten algunos, no nos da más de lo que podemos llevar. Años atrás tenía en mi oficina la Oración de Las huellas. Si yo desfallecía, Él me cargaba. Me es difícil confesarlo pero pienso que eso de que nos carga es puro invento. No pretendo escribir una diatriba contra Dios porque temo que me castigue por el agravio (mi visión de Él está contaminada por mi educación en un colegio católico) y no quiero sobre mí el miedo de que me envíe más. La frase “mándame más si más merezco” nunca ha pasado por mis labios porque considero que el decirla es un desafío abierto a Dios, castigado con un aumento en la carga de nuestro saco, proporcional al coraje con que la decimos.

El caso es que me hace falta fe y no veo la ayuda de Dios por ninguna parte. Afortunadamente, a pesar de la educación en el colegio católico, mis padres eran espiritistas. No hay mejor remedio al mal del suicidio que pensar que si nos quitamos la vida, el alma será castigada con el regreso sumario a la tierra. Ya no estamos hablando de regresar en el proceso evolutivo espiritual, sino de regresar como un espíritu atrasado a pasar las de Caín. O sea que irremediablemente y cónsone con mis creencias tengo que esperar pacientemente al después…

lunes, diciembre 10, 2012

El significado de la vida

Son apenas las cinco y veinte de la mañana y estoy despierta. Sé la hora porque miré el reloj justo después de ir al baño y vuelvo a la cama buscando su calorcito. Una hora más antes de que Cuquito se despierte. Aprovecho el tiempo para hacer una lista mental de lo que debo hacer durante el día e intento, en vano, echar atrás un cartelón gigante que me dice que debo escribir sobre el significado de la vida. Imposible porque, obsesiva como soy, me sigue a todas partes este cartelón que he creado imaginariamente ante el bloqueo absoluto.

El primer canto de Cuquito hace que salte de la cama y como hipnotizada (siempre me levanto desganada) voy y le destapo la jaula. Aprovecha para hablarme jeringonzas. Le pongo pan, le cambio el agua. Enciendo la computadora, y abro la puerta que da al balcón. Libero a Cuquito del encierro de su jaula y comienzo el desayuno.

Mientras, mi mente va a la asignación pendiente sin que una idea que valga la pena cruce por ella. Me siento a tomar café y Cuquito se me acerca. Tamborilea con el pico sobre la mesa y una vez tiene mi atención dobla la cabeza. Quiere que lo acaricie. Es sorprendente como, a través de los años, he aprendido a interpretar la mayor parte de sus gestos. Va volteando su cuerpecito para que sepa dónde quiere que le pase el dedo, y suavecito lo acaricio entre las plumas de la cabeza y el cuello.

Es en esa extraña comunión de ave y mujer es que me doy cuenta. Puedo pasarme el resto de la vida filosofando sobre su significado, cuestionando a un Dios que, a mi modo de ver, hizo un mundo imperfecto lleno de crueldad y dolor, e incluso deseando la muerte, o puedo disfrutar este instante.