domingo, diciembre 23, 2012

Memorias

Mientras buscaba mi memoria más antigua, una que tuviera rositas de maíz de colores; algodón rosado, dulce y pegajoso; machinas de caballitos y de carritos locos; o una que incluyera el dulce-amargo peregrinaje al viejo San Juan para ver la vitrinas navideñas, comencé a soñar con aguas turbias, estancadas, nunca claras ni llanas. Son de un color verde oscuro casi negro, y de ellas, de vez en cuando sale un monstruo sin rostro. No necesitan rostro mis monstruos porque apenas los intuyo, reconozco su identidad. Sabiéndose reconocidos, vuelven a hundirse en las aguas oscuras.

Vencida en la búsqueda mental de una memoria, me había resignado a hurgar entre viejos escritos, cuando llamó mi hermana para decirme que sus padres habían encontrado a Brenda muerta.

Tenía apenas seis años cuando al fallecer mi abuelo me topé por primera vez con la muerte y tomé conciencia de que somos seres temporales. Para consolar a mi madre alguien le dijo, y la escuché decirle, que todos andamos con la muerte detrás de nuestra oreja. Durante noches sin fin, mientras intentaba quedarme dormida, sentía a la muerte en mi cama, agarrada a mi oído. Recién comenzaba estudios de catecismo para hacer mi primera comunión y me desvelaba el pensar que si la muerte decidía llevarme estando en pecado, impura de confesión y habiendo ya pasado la edad en que los niños van a flotar al limbo, iría a quemarme al infierno.

Poco a poco me fui dando cuenta de que si bien la muerta estaba allí acomodada, no podía hacerme nada hasta que no recibiera la debida instrucción de recoger el alma. Para entonces no creía en el infierno de cuando era niña porque vivía en uno, y la menor de mis preocupaciones era andar con la muerte enganchada en mi oreja, porque la veía como mi liberadora.

El viernes, mientras viajaba con mi hermana al entierro, pensaba que es la segunda Brenda que enterramos, la segunda que muere fuera de cartelera. Como quien hace un ejercicio, hicimos inventario de los hijos que se han enterrado en nuestra familia, muertes que no debieron haber sido y que dejaron vidas rotas con su fuga a destiempo.

Ya mis padres murieron y he vivido una vida lo suficiente larga para que mi muerte no esté fuera de turno. Eso sí, desde el viernes he vuelto a estar conciente que la muerte está agarrada a mi oreja y que no es una pantalla de lujo, ni una prenda de adorno. Es entonces cuando se me ha ocurrido que al cambiar de plano tendré que nadar por las aguas oscuras de mis sueños, flotando entre memorias del pasado, enfrentando a mis monstruos, haciendo la paz con ellos. Me ilusiona el pensar que entonces re-encontraré las memorias perdidas, las de los carnavales y fiestas patronales de mi infancia y veré nuevamente el trencito atiborrado de regalos de navidad que imperturbable daba la vuelta de frente a la Plaza de Armas, desde la vitrina del antiguo Gonzáles Padín.



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