sábado, junio 26, 2010

Los milagros

Hace tiempo que aquí nadie cree en los milagros. Si me apura le diría que no se piensa en los milagros desde que murió Joaquincito, el hijo de don Joaco. Y es que cuando el chico comenzó a hablar en lenguas y a predicar nadie le hizo caso. Pero luego pronosticó que el volcán se despertaría causando un terremoto en que moriría mucha gente, y dio la fecha y la hora exacta, tal cual fue. Siguió predicando y sanando enfermos y muchos comenzaron a seguirle. Le proclamaban como el nuevo profeta, un enviado del cielo. Pero había muchos incrédulos que querían pruebas, usted sabe como es alguna gente. Él dijo que se las daría. Al tercer día de haberlo crucificado y enterrado, dejamos de creer en los milagros.

viernes, junio 25, 2010

La conciencia en las manos

El hombre recostado al final del bar me habría pasado desapercibido sino hubiera sido por la forma de sus manos y la obsesión que siempre he tenido con ellas. Más bien bajo de estatura, era delgado; uno de esos seres que no tienen edad. Quizás era el ángulo desde el cual lo estaba viendo, o quizás era la luz, que menos directa al final de la barra lo impedía, pero el caso es que no podía distinguir, ni siquiera intuir, sus facciones. Era como si aquel minero, acostumbrado a estar en la noche sin fin debajo de la tierra, fuera el compendio de todos los mineros del planeta. No tiene rostro propio, pensé, porque carga el de todos los demás.

Me concentré en la mano que se extendía sobre la superficie de la barra para demandar uno tras otro, un trago. Inesperadamente se movió, y al hacerlo, se acercó a mí. Sentí miedo al ver por qué su semblante era una sombra. Un costurón en forma de culebra lo cruzaba: una franja ancha de un rojo escarlata, abierta por un cuchillo y mal cosida, lo había dejado sin rostro descriptible. Dio un golpe sobre la barra mientras de sus adentros regurgitaba un alarido y entonces tuve la certeza de que el dueño de aquellas manos arrastraba en su conciencia a un muerto.

sábado, junio 05, 2010

La alegría

Siempre pensé que de una forma u otra la alegría se me cruzaría en el camino. Por cada año triste, tendría dos de felicidad. No le he hecho daño a nadie a propósito pensaba, así que tengo el derecho…

Me ha tocado caminar un largo sendero para entender que la felicidad no es un derecho, es cuestión de suerte. Supongo que de carácter también, por aquello que soy de las que siempre ven el vaso medio vacío. Entre mi mala suerte y mi pesimismo, han logrado que la vía recorrida esté llena de abrojos.

De vez en cuando, hago el firme propósito de intentar ver el vaso medio lleno, y voy y me anoto en algún taller dirigido a capacitarme para lidiar con la vida. Uno de esos seminarios de auto-ayuda en que intentan darnos las herramientas para combatir los golpes que recibimos. La felicidad está dentro de ti, dicen, solo tienes que buscar dónde está escondida esperando que la descubras y la vistas de lujo.

La última vez que en esa búsqueda logré divisarla, me dijo que la dejara tranquila, que no intentara peinarle el plumero ni vestirla bonita, porque prefiere estar sola rumiando su pena.

Fue entonces que me di cuenta que la alegría no se cruzaría nunca en mi camino.