miércoles, mayo 23, 2012

Conversaciones con el psiquiatra


—He estado pensando mucho en las razones de mi depresión —le digo.  Creo que tiene que ver con la angustia de estar envejeciendo y las cosas que se pierden. 

—Todos tenemos que planificar para envejecer, para muchos puede ser la época más feliz y productiva de sus vidas, a pesar de las pérdidas —me dice él.

 —No es que no planificara —insisto—. Es que lo único que le pedía a Dios que me dejara, fue lo primero que me quitó.  Mi sonrisa.

Y me mira sin entender y trata de explicarme que si me imagino sonriendo, lo estoy, aunque los demás no vean lo mismo.

Entonces le relato el último cuento que he leído: un niño entra de la calle y a preguntas de la madre de qué hacía afuera le explica que salió a tratar de encontrar al monstruo que lo mira por la ventana.  La madre lo manda a acostar, y luego, en tono de reproche, le dice al marido, “te dije que no era suficiente con tapar los espejos”, y comienza a tapar con sábanas todas las ventanas.

lunes, mayo 14, 2012

Veinticuatro horas


Está cansada de inventar excusas. TOMA CONTROL DE TU VIDA, leía el cartelón que vio anoche de regreso a su casa.  Y hace meses, más de un año, que lo está intentando. Cada vez que tiene que hacer algo que la saca de la rutina siente la ansiedad de los malos días.  Entonces, muy bajito, se repite, veinticuatro horas, son solo veinticuatro horas.  Cada día le parecen más largas las malditas veinticuatro horas…

jueves, mayo 10, 2012

El milagro


De que existen los milagros puedo dar fe, yo estaba presente.  Me habría ido de vuelta temprano, pero mi mujer quería quedarse a ver qué tal se la pasaba (curiosa, como toda mujer). “Si quieres vuélvete tú, que yo me quedo”.  Acabé por quedarme, y juro que no me arrepiento porque si ella me lo cuenta, no se lo creo.

Habíamos pasado un día pesado, caluroso en extremo.  El agua que llevaba en el cántaro se había terminado y estábamos muertos de sed y llenos de arena. Arena de granos pequeñitos.  De esa que se mete hasta en el pelo, que se pega y pica con el sudor del día.

Esther tenía los pies hinchados y yo deseoso de que se diera por vencida para anotarme el triunfo del “yo te lo dije, mujer, qué rayos podías esperar de este millar de muertos de hambre siguiendo a un pordiosero más”.  Fue entonces que él se detuvo y con su vara nos hizo seña de que nos sentáramos.  Yo le hice sitio a Esther lo mujer que pude, velando porque nadie me la mirara mucho. Ella es de buen ver y entre tanta piltrafa humana éramos de lo mejorcito. Al menos no nos quejábamos de nada.  De vez en cuando una brisa refrescante nos llegaba pero traía con ella, entre otros innombrables, el olor a sudor.  Plena bofetada nauseabunda en la cara.

Entonces comenzó el discurso. Igual que un César cualquiera. Mi estómago que no es nada silencioso cuando está vacío había comenzado a hacer unos ruidos de espanto.  “Ahora, aquí se forma”, pensé.  Pero el hombre habla que te habla, y todos le escuchaban con la boca abierta sin prestar atención al ruido que  brotaba de mi estómago.  Esther no dejaba de regañarme con la mirada, como si eso me quitara el hambre. 

Fue entonces que ocurrió.  Luego de un total silencio, empezó un rumor que brotó de las filas de enfrente y se fue extendiendo inexplicablemente hacia nosotros. Para cuando llegó la canasta a donde estábamos su olor la había precedido.  Hacía años que no comía pan tan fresco como aquel, y el pescado, delicioso, aún caliente.  Esther y yo comimos hasta hartarnos.

Desde entonces cada vez que alguien me dice que ha visto al pordiosero, se me abre el apetito y pregunto si repitió el milagro de los panes y los peces.

martes, mayo 01, 2012

Angelina y la lujuria


Angelina había tenido serias dudas al alquilar el apartamento.  Al principio, mientras subía las escaleras, le parecía quedar completamente desnuda.  Y es que en el bar de los bajos se reunían toda clase de hombres y tan pronto se dieron cuenta que una joven había alquilado el apartamento, estaban pendientes de su llegada.  La seguían con la vista cuando subía los peldaños de la escalera.  Lo hacía a toda prisa para darles menos tiempo de desnudarla. Cuando al fin cerraba la puerta y echaba la llave, se sentía segura pero sucia, así que procedía a darse un baño bien caliente que le quitara de encima las miradas, que pegajosas, se le quedaban alojadas en la piel.

Había miradas jóvenes y viejas, miradas de curiosidad, de admiración y de lujuria. Descubrió muy a su pesar que las miradas de lujuria eran usualmente viejas.  Miradas de ojos cansados en los que despertaba recuerdos de proezas lascivas adornadas por el tiempo.  Esas las raspaba con una esponja porque eran las que más asco le daban, y las que más hondo se incrustaban.   Las de curiosidad eran miradas jóvenes, de ojos que apenas despiertan a la malicia del sexo.  Ellas como las de admiración, le causaban la  satisfacción de sentirse atractiva.

Estaba en las de bañarse con agua muy caliente, raspando las miradas de lujuria, cuando descubrió una especial que la confundió.  Era una mirada de admiración con rasgos lujuriosos. Una mirada inescrutable, en la que no podía descifrar la edad de los ojos que la habían marcado.  Marca  que no se borraba, como si hubiera sido grabada en la piel con hierro hirviendo.  Sello de propiedad.

Desde ese día, Angelina sube las escaleras con lentitud, marcando los escalones con las caderas, confiando en que la lujuria pueda más que la admiración, y el hombre la siga hasta el apartamento.