miércoles, junio 26, 2013

Dilema



Te quitas los zapatos, te han estado oprimiendo los pies durante todo el día.  Dejas caer la falda al suelo, te despojas de la blusa y la tiras sobre el lecho, junto a la de ayer. Te cansa esta nueva rutina del trabajo, pero agradeces tenerlo. No está la economía bien; tu preparación académica es poca y tu experiencia laboral, aún menos.

Las palabras de Andrés resuenan en tu oído: no vas a poder sola, eres nadie, nada.  Las apartas.  No vas a permitir que sus palabras te destruyan.   Ya hace dos semanas que se fue y lo echas de menos.  

Pones agua a calentar y diluyes en ella el contenido del sobre, polvo de la sopa y los fideos. Cocinar para uno solo no se vale, pero no tienes el dinero suficiente para ir a cenar siquiera a un fast food, y el supermercado tiene que esperar a que cobres.

Te tomas el caldo con fideos, pensando que debiste echarle una papa o una zanahoria. Algo que le diera sustancia.  Has rebajado unas libras, producto de lo poco que comes y de que te hace falta Andrés. 

Apagas las luces y prendes la tele. Te quedas dormida vestida aún con la ropa interior, mientras das vuelta al dilema: ¿tendrás suficiente dinero para pagar la renta del mes... o tendrás que llamarlo?

sábado, junio 08, 2013

Los dientes de la rosa muerden

“Los dientes de la Rosa muerden”, me dijo el hombrecito cuando me presenté, aún antes de que le dijera a lo que venía.  Se me quedó mirando pensando quizás que iba a rebatirle diciéndole lo que a mí me parecía obvio, “las Rosas no muerden”.  Afortunadamente antes de que lo dijera en voz alta, me di cuenta que no puedo juzgar a las demás por una Rosa.  Siempre le dije a mi mamá que no había tenido ni imaginación ni gusto al ponerme nombre, así que bien mirado el problema es que yo soy una falsa Rosa.

Por años quise ser Patricia porque Patricia era libre y sabía reír y, ahora se me ocurre, también tenía dientes que mordían. Era arriesgada, aventurera, coqueta y llamativa y la parimos entre un hipnotista y yo en una tarde.  Me la entregó hecha mujer en su voz sensual y exquisita envuelta en un casete.  La lengua del hombre se enredaba en su voz y su voz en mi cerebro despertando unas ansiedades y necesidades en mí de tal naturaleza que insuflaban vida a Patricia en mi cuerpo.   

Nunca antes había sabido lo que es estar obsesionada.  Aprendí que si tengo que definirme a base de uno de  los sentidos yo definitivamente soy auditiva.  Estaba encaprichada con aquél hombre que era el único que sabía que Patricia me habitada. 

Como la recién llegada-nacida no tenía remilgos se ocupaba de que cada mediodía yo llamara al hipnotista. Así ambas escuchábamos su saludo para inmediatamente colgarle sin delatarnos. Imagino que le interrumpimos más de una digestión, pero no sé hasta dónde los hipnotistas puedan sentirse amenazados por sus hipnotizados y si tendría razones para pensar que la llamada la hacía uno de sus pacientes. 

De pronto y casi sin darme cuenta, me encontré moviéndome en mi oficina como Patricia, deslizándome al caminar como ella, riendo su risa fresca y gutural y, lo que era aún peor, sosteniendo la mirada de los hombres, o buscándola si no me miraban, con el desparpajo propio de ella.  

El corazón amenazaba con salírseme del pecho, frase trillada pero completamente verdadera en este caso.  Me encontré pensando que podía ser promiscua, adúltera e infiel, sin remordimiento alguno, con solo permitir que el ser que se había posesionado de mi cuerpo actuara.  Asustada tomé una decisión de la cual ahora me arrepentía: encerrar a Patricia en el estuche del casete, deshacerme de él y olvidarme del hombre.

De igual forma que vuelve al criminal al lugar del crimen regresaba habiéndome dado el permiso de buscar al hipnotista para que me ayudara a resucitar a Patricia. Balbuceé como pude, porque reconozco que aquél hombrecito, aunque diminuto me resultaba imponente, que buscaba al terapista que residía allí y al que había visitado años atrás.

“Solo una vez les está permitido venir por su verdadero nombre”, me dijo con una  voz tronante que desmentía su tamaño.  Sentencioso añadió, “oportunidad desperdiciada es oportunidad perdida para siempre”.

Gemí que no podía ser, que era injusto, que reconocía que había actuado precipitadamente pero en aquel entonces era demasiado asustadiza, inhibida, frágil, inmadura...  “Estaba casada”, le dije como si eso explicara porqué el sol se pone cuando atardece.  

Me vio tan abatida que debió cogerme lástima, y con cautela me preguntó si tenía otro nombre.  “Margarita”, le dije, “pero imagínese, las Margaritas silvestres, esas ni siquiera pueden aspirar a parecerse a las Rosas, menos aún a…” No me dejó terminar.  Con una amplia sonrisa que me dejó ver sus dientes blancos y perfectos, me dijo, “no crea, no se menosprecie, hay unas variedades magníficas entre las Margaritas africanas…”



lunes, junio 03, 2013

Poniéndole el cascabel al gato



Escucho la campana y miro el reloj: las dos de la mañana. Salgo de la habitación a oscuras y tropiezo con el gato que maúlla molesto. Odio que venga a buscarme cuando ella me llama. Tiene la lámpara encendida, el gato se ha enrollado a sus pies, y ella me mira acusadora. 
La limpio y le cambio el pañal, la bata, y las sábanas. Me duele el pecho de moverla de un lado a otro para cambiar la ropa de cama. Estoy cansada, harta.  Le perdí el amor cuando descubrí que estaba presa de una enferma exigente y arrogante que haría todo lo posible por llevarme al límite de mis fuerzas. Una madre en cuyo mundo solo hay dos seres importantes: ella y su gato, y yo soy alguien conveniente. Me soporta porque me necesita. Nunca le he oído una palabra de cariño o de agradecimiento. Nunca una sonrisa. De sus hijos yo soy la que se parece a mi maldito padre. Lo grita en buches que me salpican la piel quemándome.
—Trata de dormir, mami —digo la aborrecida palabra y me pregunto si sabrá que la odio.
—Quédate en lo que puedo conciliar el sueño —es una orden.
Me siento en el lecho y el gato se acomoda entre nosotras. Lo acaricia con una sonrisa satisfecha en los labios, y el gato se da vuelta y ronronea de placer. Y ya no aguanto más. Tomo la almohada y le tapo la cara.  El gato maúlla y como si supiera lo que estoy haciendo me ataca arañándome la espalda, intentando morderme. Lo empujo con fuerza y cae al suelo chillando. Antes que vuelva a la carga, aumento la presión en la almohada. Ella deja de luchar y se queda quieta. Apago la luz y vuelvo a mi habitación. El gato está en mi cama, puedo ver el brillo de sus ojos que parecen advertirme que me odia, que tenga cuidado porque me atacará a mansalva.
Busco un cascabel y con una cinta se lo ato al cuello. Su sonido no me dejará estar tranquila pero sabré cuando el animal anda cerca. El gato se acomoda en mi lecho… Estoy presa.