domingo, noviembre 23, 2014

La gallina albina


Tus hijos no son tus hijos
son hijos e hijas de la vida

Kahlil Gibran

 
Mi madre había dictado sentencia: era el último día de Albina. La gallina se llamaba así porque Teresita, quien era oficialmente su dueña, le había puesto ese nombre cuando finalmente, alrededor del cuello y las patas, echó unas plumas ralas y blancas.

Albina llegó a casa en forma de un pollito rosado y se lo trajo uno de los hermanos de mami, ya nadie recuerda cuál, porque Teresita quería uno. Claro, que los tíos sabían que para Pascua de Resurrección mamá le había regalado dos, uno azul y otro rosa.  Ambos encontraron la muerte en un accidente fatal.  Teresita los lavó en la pileta y, luego de enjuagarlos bien, los colgó en el tendedero en que mi madre ponía su ropa interior más fina a secar. Mis padres hicieron oídos sordos a su petición de tener otro pollito, a pesar de sus repetidas promesas de que no le haría daño.  Y es que la pobre se aburría en el apartamento, no tenía amiguitas de su edad y no le gustaba jugar con sus muñecas. No había forma de hacerle comprender que ella aún no tenía capacidad para ser madre de pollitos, pero uno de mis tíos, para desespero total de la nuestra, se lo trajo.

──Pensaría que siendo la única mujer, mis hermanos me querrían un poco ──fue lo único que dijo la pobre, antes de encerrarse en un mutismo total.

Al anochecer, llegó mi padre del trabajo. Mamá esperó hasta después de la cena y, mientras yo estudiaba, le habló del recién llegado. Desde mi cuarto podía escucharlos:

──Teresita no sabe de responsabilidades, es demasiado pequeña.  Cuando uno tiene a cargo un animalito, es como tener un hijo. Criarlo, cuidarlo, enseñarle… son tantas las cosas…

Papá trataba en vano de tranquilizarla.

──Cuando nació Laurita el miedo de la responsabilidad que nos habíamos echado encima casi nos paralizaba.  El tener que cuidar aquella bebé tan pequeñita... No queríamos dejarla sola, era un ancla a nuestro cuello. Pero aprendimos y cuando llegó Teresita nos fue mucho más fácil y pudimos disfrutarla más.  Es bueno, y hasta necesario, que la nena aprenda a ser responsable.  Yo estoy seguro que esta vez no va  a hacer nada que ponga la vida de ese pollito en peligro.

Mi madre le respondía que eso era una filosofía barata. Teresita no había adquirido mucha más madurez, lo que ofrecía muy pocas garantías…  Como no pudo hacer que mi padre entrara en razón, le dijo que ella se lavaba las manos como Pilatos.

Papi convenció a Teresita que dejara dormir al pollito en la canasta que le ayudó a preparar  porque, según le dijo, los bebés deben dormir tranquilos en sus cunas para poder crecer saludable. Yo les ayudé a prepararla.  En una canasta con agarradera echamos papel de periódico cortado en ribetes estrechos, y en pequeños frascos le pusimos agua y comida  Al otro día, Teresita se pavoneaba llevando al pollito en la canasta arropado con una frisa de cuando ella era bebé.

Lo de la canasta parecía haber resuelto el problema y, excepto que Teresita insistía llevarlo a todos lados, los ánimos se calmaron en la casa.  Hasta mami cooperó recortando periódicos y enseñando a Teresita a cambiarlos.

Aquel verano se anunciaba infame. El calor, aún en el apartamento era estridente y nos ponía de mal humor. Para colmo, Pollito (así se llamaba entonces) aprendió a escapar de la canasta. Cada vez que lo hacía, Teresita se desesperaba, y mamá y yo teníamos que ayudarla a buscarlo por todo el apartamento hasta descubrir su escondite. Papá sugirió llevarlo al campo para que se criara con amiguitos como él, pero Teresita rehusó deshacerse del animal. Ella se ocuparía de que no se escapara, nos dijo solemne.

Para evitarlo, decidió  llevarlo debajo del brazo continuamente, soltándolo solo para irse a bañar. En pocos meses, el pollo había crecido lo que iba a crecer. Lo recuerdo bien porque era la gallina más fea que he visto.  Debajo del brazo de mi hermana, aprisionada, no pudo desarrollarse como es debido. La patas, el cuello y la cabeza eran de una gallina adulta, el cuerpo adolescente, sin apenas plumas y alas pequeñitas. Mami le tenía asco al animalejo y no la miraba. Según papá, que era muy guasón, parecía una mutación de una gallina de palo, o un ser extraterrestre. Ya para entonces mi hermana la había bautizado, y se llamaba Albina.

──Porque todas su plumas son blancas ──me dijo. 

Por lástima no le señalé que la gallina apenas si tenía plumas., y para colmo era contrahecha 

Albina se escapaba de Teresita a la menor oportunidad buscando la libertad. A cada rato la veíamos corriendo con Teresita detrás. En cuanto la atrapaba la regañaba fuertemente. Durante el proceso de captura, mi hermana tropezaba con muebles y personas. Usualmente el animal intentaba salir al balcón.  Lo tomé como señal de que no apreciaba su vida: vivíamos en el piso quince y estaba segura que la gallina no sobreviviría el salto mortal.  

Colmó la copa de mi madre el día que tropezó con la gallina que huía de Teresita.  Apenas lograba recuperar el balance cuando escuchó a Teresita que venía  gritando tras ella: 

──Te voy a coger y de castigo te voy a arrancar unas cuantas plumas ──le gritaba.  Era como si la gallina pudiera entender lo que mi hermana vociferaba. Fue así que nos enteramos de una de las razones por la cual Albina apenas tenía plumas. 

──Eres muy desobediente ──le dijo cuando logró capturarla.

Yo me refugié en mi cuarto, no quería ver el desplumaje. Pero la verdad era que ya no importaba.  Mi madre había aguantado lo suficiente y aún más.  La sentencia era inapelable.

Teresita intentó esconderla, suplicó por ella, le podían quitar todos los juguetes ofreció, pero a Albina, no, por favor, repetía, la gallina la necesitaba. Mientras más lo decía más se empeñaba mi madre en quitársela. Debajo del brazo de mi hermana, que la apretaba fuertemente, la gallina gritaba como si le fuera la vida en ello. Llorando como enloquecida Teresita corrió al balcón y sujetándola con las manos extendió sus bracitos hacia afuera.

──Huye, vete ──instruyó a Albina mientras la soltaba al vacío.  Escuché los chillidos del animal, y luego el rapapolvos que le dio mami a Teresa acompañado de dos nalgadas que debieron dolerle en el alma porque ella nunca nos pegaba.

De mala gana, porque me daba mucha vergüenza, acompañé a mamá a recoger el cadáver. Lo buscamos desesperadamente, mientras mi madre repetía que ella siempre había sabido  que al final, de tanto quererla, Teresa mataría a la maldita gallina.  Pero esta no apareció ni viva ni muerta. Cuando subimos, Teresita aún hipaba, pero se tranquilizó apenas nos vio con las manos vacías. Estaba segura que Albina había sobrevivido la caída y haría una vida lejos de nosotros.

Yo medité mucho en los próximos días lo que había oído decir: los hijos son de la vida. Si Albina subsistió la caída, me pregunto si tendrá las mañas suficientes, considerando su infame fealdad, para resistir la intemperie luego de una vida en exceso protegida. Si es así, le deseo que haya encontrado un lugar donde, por fin, estar libre y ser feliz.

 

viernes, noviembre 14, 2014

A nadie le amarga un dulce


Después de una pela especialmente fuerte y totalmente inmerecida, mi padre, arrepentido, me ofreció un dulce. A los seis años ya tenía yo capacidad suficiente para saber que el dulce no me iba a quitar el escozor que la rama de guayabo me había dejado en las piernas. Era un dulce amelcochao de los que casi nunca me dejaban comer porque me dañaba los dientes. Si esta vez mi padre se iba a hacer el ciego sobre el peligro a mi dentadura, me sentiría mejor si me comía el dulce que si lo rechazaba.  No está en la naturaleza de un niño rechazar un dulce, así que con todo e hipidos, acepté el que mi padre me daba. Me pedía perdón sin decirlo y rara veces a los seis años se guarda rencor por una pela inmerecida, y menos con un dulce amelcochao en la boca.

 Lo lamentable es que aprendí, de forma inconsciente, que todo se puede arreglar con un dulce. No un dulce literalmente, pero algo que compense por la ofensa y minimice el dolor. Que el dicho ¿a quién le amarga un dulce?, es cierto.

 Cuando mi madre y yo nos quedamos solos, huérfanos de mi padre, pasé por una época belicosa. Era mi manera de vengarme de todos por la ira que me causaba el que mi padre me hubiera echado a un lado porque tenía otra mujer y otros hijos. El perdón de mi madre por mis arranques de ira era económico: un abrazo y no lo vuelvo a hacer, eran suficientes. A mi padre en cambio, lo castigaba porque en su vergüenza por habernos abandonado, me traía un dulce. No un dulce amelcochao, no señor, que ya no tenía seis años, pero así conseguí mi primer equipo de música, un celular, un auto nuevo…  El pobre estuvo pagando por el abandono del que me había hecho objeto hasta que me casé.

La boda con Gema fue alcanzar todo lo que siempre quise. Una muchacha con la piel blanca como la nata y rubia de nacimiento. En la cama, un tsunami de cuerpo escultural: la cintura pequeña, las hermosos senos grandes (hechos, claro está), las larguísimas piernas. ¿Qué más podía pedir? Debí haberlo pensado mejor, haberla tratado más, porque casados, no tardé en enterarme que, además de no querer hijos porque se le dañaba la figura, quería un matrimonio “abierto”. Uno en el que liberalmente añadiéramos un tercero (e incluso un cuarto) en la cama, cambiáramos de pareja entre amigos, y pudiéramos tener sexo con quien se nos antojara (hombre o mujer).  Se había casado para poder alimentar su sexualidad, yo era el frente, pieza necesaria en aquél juego tan divertido para ella.

Le di un no definitivo, pero ella no cejó en su empeño y fue escalando la guerra, hasta hacerla insultante. Decía que el problema era que yo no tenía los huevos ni la potencia que se necesitaba para el juego que me ofrecía.  Insistía que lo natural era que sintiera curiosidad, y al menos una vez estuviera dispuesto a hacer la prueba. Mientras, insistía en unas prácticas sadomasoquistas que incluían extraños objetos que dejaban de ser eróticos en cuanto me sentía humillado o adolorido.  Que mi inocente Gema, con la piel blanca de nata y su boquita de labios protuberantes hechos para besar y morder, disfrutara del dolor que me infligía en la cama me daba, lo confieso, un poco de vergüenza.

Fui a visitar a mi padre (se había divorciado nuevamente y sus otros hijos estaban estudiando en la universidad) para desahogarme y conseguir un consejo que me diera luz en aquella bochornosa situación en que me encontraba.  Mi padre no había sido un santo ni casado con mami, ni con su segunda mujer y tenía más experiencia que yo. Luego de titubear y tartamudear, conseguí que me entendiera. Tuve que rogarle que no se riera de mis circunstancias, las que le parecieron divertidísimas.  Nunca, me aclaró, se había encontrado en esa condiciones y me confesó que, de solo pensarlo, sentía un hondo placer.  Cuando por fin pudo hablar me sugirió conseguir una ramita de guayabo:

 ─Se la empleas bien empleada, que le duela de verdad, y verás que en su dolor, encuentras cierto placer.

 La solución, me dijo, era usar armas que yo conocía y comenzar el ataque primero. Aquellos artículos mecánicos que Gema obtenía a través de catálogos y en tiendas especializadas lo que hacían era intimidarme. Apenas le enseñé a Gema la barita de guayabo, procedió a quitármela  entusiasmada.

 ─Es el gesto ─me dijo─, el saber que por fin me entiendes y has buscado un artículo para demostrarlo aunque no sea el más apropiado. Este es el primer paso en nuestro progreso al nirvana. Echó la barita a un lado y procedió a buscar su látigo con plomo en las puntas.

 Lo único que pensé, mientras Gema me golpeaba, fue en si mi padre sentía algún placer cuando me castigaba con la varita de guayabo. Decidí no ir a preguntarle. No quería oír su respuesta.

 Al otro día le pedí el divorcio. Nunca imaginé su gran sorpresa. No entendía por qué ahora que yo había visto la luz, quería separarme. Sus ojos eran pozos profundos por desbordarse.  Me quería, estaba dispuesta a llegar a un punto medio conmigo.  Se me echó en los brazos e hicimos el amor como yo siempre había deseado: apasionado, tierno, amoroso.

 Prepararemos una habitación en la casa para poner toda la parafernalia sadomasoquista de Gema, y establecimos un contrato para cuándo usarla. Nuestra habitación quedará libre para hacer el amor a mi estilo. Lo de incluir a terceros está a mi discreción, cuando me sienta preparado. Observo a mi mujer mientras entusiasmada hace un diseño de la nueva estancia, y pienso que quizás he cedido demasiado. Pero entonces la miro: sus hermosas y rígidas tetas, su piel de nata, sus labios protuberantes, sus largas piernas, y me viene a los labios el sabor de un dulce amelcochao de los que me compraba mi padre cuando se excedía en el castigo con la varita. Saboreo este, y pienso en los próximos…

Definitivamente, válidas las circunstancias, a nadie le amarga un dulce.

lunes, noviembre 03, 2014

Eloísa

Eloísa está de buen humor, tanto, que se ríe sola, jachas al aire. A petición de ella, mamá la sentó frente al árbol de navidad desde la mañana, y le puso un CD de villancicos de Navidad.  Las notas musicales entran y salen con la brisa por la ventana abierta, y el árbol lo decoraremos esta noche. Eloísa está fascinada con el olor del árbol. Olor a pino, le explicó mamá, y Eloísa dijo olor a Navidad. Todos nos reímos tanto con su ocurrencia, que de ahora en adelante me imagino que se seguirá llamando al árbol, Navidad. Lo decoraremos esta noche entre todos y aunque Eloísa no podrá participar más allá de darnos algunos de los muñecos (aquellos que no se rompen si se caen), esta es la primera vez que entiende que Santa Claus y los Reyes le van a traer regalos. Mi hermano y yo tampoco podremos ayudar mucho porque el  año pasado rompimos varios de los globos de colores, de los más brillantes. Pero sí nos dejarán poner algunos lazos y los muñecos de jengibre (parece que son galletas, pero no, a lo que saben es a papel), pero no se rompen si se nos caen.

Tomaremos del ponche de Nana. Trajo varias botellas: estas con ron, estas no, le explicó a mami. Abuela vende botellas de su famoso ponche en navidades y es parte del regalo que les trae a papá y mamá. Yo sé lo que Santa Claus nos traerá porque acompañé a mami a las tiendas para ayudarle porque no encontró quién cuidara de Eloísa. Es que no es fácil cuidar de ella… y yo sé desde el año pasado quiénes son los Reyes y Santa Claus, porque me lo dijeron en la escuela. Eloísa se durmió así que no sabe que mami le compró la muñeca que vio en la televisión y con la que llora cada vez que el bebé llora, que llora porque le quitan el bibí, y lo que pasa es que Eloísa es una llorona.

Mi hermana se separa del árbol y me pide que la lleve a la cocina, donde mami está haciendo arroz con gandules y pernil, la cena de esta noche, porque viene Santa Claus.  El olor a pernil es el que llama la atención de Eloísa que se asoma al cristal del horno a mirar, pero se quema y se echa a llorar, la mano roja como una guayaba por dentro, y quema, quema, llora Eloísa, mientras se la enseña a mami, inconsolable. Mami le pasa un hielo por la manita y eso la distrae y pide que le den a probar del pernil.  Ahorita no, no está listo, le dice mami y le da su bibí. La nena puede coger un vaso, pero es más rápido si bebe la leche de la botella.  Empina la cabeza hacia atrás, y de vez en cuando se saca la botella y ríe, enseñando las jachas requete grandes que tiene al frente. Es lo único feo que tiene en la cara porque Eloísa es bien bonita.

La noche de Santa Claus no salimos, la disfrutamos en casa y después de la cena decoramos el árbol y Eloísa no dio problemas porque comió tanto que le dio sueño.  Mami estuvo un rato largo con ella, preparándola para dormir, y luego regresó a ayudarnos.  Debe haberse quedado levantada toda la noche porque el árbol está prendido, precioso, y Eloísa ya está abriendo su paquete, desgarrando el papel y mami y papi embobados mirándola a ver qué pasa cuando vea al bebé. 

Eloísa tiene al bebé en los brazos y está contenta y ya nosotros estamos abriendo nuestros paquetes, cuando mi hermana se echa a llorar desesperadamente.  Y papi que me está ayudando a sacar las piezas del tren eléctrico, las suelta y qué le pasa a la nena le pregunta a mami.  Es que el muñeco está llorando porque Eloísa le quitó el bibí, dice mami desesperada.  Eloísa le pone el bibí en la boca y se le abren los ojos bien grandes cuando el muñeco deja de llorar, y le quita el bibí al muñeco de nuevo y lloran los dos, ella y el muñeco.

Para cuando papi está montando la silla de Eloísa en el baúl, la super sport silla roja que le dieron en el Chicago Children’s Hospital a través del programa de los Shriner’s, Eloísa ha aprendido que el bebé llora al quitarle la botella y se lo hace una y otra vez, mientras echa la cabeza atrás, riendo, con las jachas al aire.

Es Navidad…

En la noche


Como todas las noches, la luz del farol dobló la esquina sobre el muro, sigilosa.  Como si fuera una señal, siluetas oscuras se deslizaron cerca.  La luz cruzó la calle con pasos rápidos.  Luego se detuvo en un zaguán.  Quieta.  Las siluetas volvieron a esconderse perdiéndose en la cerrada oscuridad de la noche nublada y sin luna. Unos pasos apresurados de alguien que corre irrumpió el silencio de la noche, que quedó quebrado al sonido de un disparo. Las últimas luces en las casas a lo largo de las franjas paralelas de la calle se apagaron. Nadie quiere ser testigo y no puede culpárseles.  Es un sistema cruel en el que sobrevive el más fuerte.  Una anarquía total en que no se respeta la vida humana: el dinero dicta las pautas.  Arriba, temblando, escondidas, las gentes de la calle, sin vocalizarlo, han hecho un pacto de silencio. Disparos sucedáneos resquebrajan nuevamente el silencio.  No se oyen lamentos ni gritos, pero sí pisadas que corren.  Si alguien se asomara a la ventana vería siluetas oscuras que caen o huyen.  El silencio de nuevo arropa la calle.  La luz del farol se aleja, hasta desaparecer.  Atrás queda en pie uno solo que jura vengarse. 

En la mañana no habrá ni un cadáver en la calle, ni muestra alguna de la violencia, será un día soleado. Un día normal, común y corriente, porque la maldad prefiere la noche.