viernes, noviembre 14, 2014

A nadie le amarga un dulce


Después de una pela especialmente fuerte y totalmente inmerecida, mi padre, arrepentido, me ofreció un dulce. A los seis años ya tenía yo capacidad suficiente para saber que el dulce no me iba a quitar el escozor que la rama de guayabo me había dejado en las piernas. Era un dulce amelcochao de los que casi nunca me dejaban comer porque me dañaba los dientes. Si esta vez mi padre se iba a hacer el ciego sobre el peligro a mi dentadura, me sentiría mejor si me comía el dulce que si lo rechazaba.  No está en la naturaleza de un niño rechazar un dulce, así que con todo e hipidos, acepté el que mi padre me daba. Me pedía perdón sin decirlo y rara veces a los seis años se guarda rencor por una pela inmerecida, y menos con un dulce amelcochao en la boca.

 Lo lamentable es que aprendí, de forma inconsciente, que todo se puede arreglar con un dulce. No un dulce literalmente, pero algo que compense por la ofensa y minimice el dolor. Que el dicho ¿a quién le amarga un dulce?, es cierto.

 Cuando mi madre y yo nos quedamos solos, huérfanos de mi padre, pasé por una época belicosa. Era mi manera de vengarme de todos por la ira que me causaba el que mi padre me hubiera echado a un lado porque tenía otra mujer y otros hijos. El perdón de mi madre por mis arranques de ira era económico: un abrazo y no lo vuelvo a hacer, eran suficientes. A mi padre en cambio, lo castigaba porque en su vergüenza por habernos abandonado, me traía un dulce. No un dulce amelcochao, no señor, que ya no tenía seis años, pero así conseguí mi primer equipo de música, un celular, un auto nuevo…  El pobre estuvo pagando por el abandono del que me había hecho objeto hasta que me casé.

La boda con Gema fue alcanzar todo lo que siempre quise. Una muchacha con la piel blanca como la nata y rubia de nacimiento. En la cama, un tsunami de cuerpo escultural: la cintura pequeña, las hermosos senos grandes (hechos, claro está), las larguísimas piernas. ¿Qué más podía pedir? Debí haberlo pensado mejor, haberla tratado más, porque casados, no tardé en enterarme que, además de no querer hijos porque se le dañaba la figura, quería un matrimonio “abierto”. Uno en el que liberalmente añadiéramos un tercero (e incluso un cuarto) en la cama, cambiáramos de pareja entre amigos, y pudiéramos tener sexo con quien se nos antojara (hombre o mujer).  Se había casado para poder alimentar su sexualidad, yo era el frente, pieza necesaria en aquél juego tan divertido para ella.

Le di un no definitivo, pero ella no cejó en su empeño y fue escalando la guerra, hasta hacerla insultante. Decía que el problema era que yo no tenía los huevos ni la potencia que se necesitaba para el juego que me ofrecía.  Insistía que lo natural era que sintiera curiosidad, y al menos una vez estuviera dispuesto a hacer la prueba. Mientras, insistía en unas prácticas sadomasoquistas que incluían extraños objetos que dejaban de ser eróticos en cuanto me sentía humillado o adolorido.  Que mi inocente Gema, con la piel blanca de nata y su boquita de labios protuberantes hechos para besar y morder, disfrutara del dolor que me infligía en la cama me daba, lo confieso, un poco de vergüenza.

Fui a visitar a mi padre (se había divorciado nuevamente y sus otros hijos estaban estudiando en la universidad) para desahogarme y conseguir un consejo que me diera luz en aquella bochornosa situación en que me encontraba.  Mi padre no había sido un santo ni casado con mami, ni con su segunda mujer y tenía más experiencia que yo. Luego de titubear y tartamudear, conseguí que me entendiera. Tuve que rogarle que no se riera de mis circunstancias, las que le parecieron divertidísimas.  Nunca, me aclaró, se había encontrado en esa condiciones y me confesó que, de solo pensarlo, sentía un hondo placer.  Cuando por fin pudo hablar me sugirió conseguir una ramita de guayabo:

 ─Se la empleas bien empleada, que le duela de verdad, y verás que en su dolor, encuentras cierto placer.

 La solución, me dijo, era usar armas que yo conocía y comenzar el ataque primero. Aquellos artículos mecánicos que Gema obtenía a través de catálogos y en tiendas especializadas lo que hacían era intimidarme. Apenas le enseñé a Gema la barita de guayabo, procedió a quitármela  entusiasmada.

 ─Es el gesto ─me dijo─, el saber que por fin me entiendes y has buscado un artículo para demostrarlo aunque no sea el más apropiado. Este es el primer paso en nuestro progreso al nirvana. Echó la barita a un lado y procedió a buscar su látigo con plomo en las puntas.

 Lo único que pensé, mientras Gema me golpeaba, fue en si mi padre sentía algún placer cuando me castigaba con la varita de guayabo. Decidí no ir a preguntarle. No quería oír su respuesta.

 Al otro día le pedí el divorcio. Nunca imaginé su gran sorpresa. No entendía por qué ahora que yo había visto la luz, quería separarme. Sus ojos eran pozos profundos por desbordarse.  Me quería, estaba dispuesta a llegar a un punto medio conmigo.  Se me echó en los brazos e hicimos el amor como yo siempre había deseado: apasionado, tierno, amoroso.

 Prepararemos una habitación en la casa para poner toda la parafernalia sadomasoquista de Gema, y establecimos un contrato para cuándo usarla. Nuestra habitación quedará libre para hacer el amor a mi estilo. Lo de incluir a terceros está a mi discreción, cuando me sienta preparado. Observo a mi mujer mientras entusiasmada hace un diseño de la nueva estancia, y pienso que quizás he cedido demasiado. Pero entonces la miro: sus hermosas y rígidas tetas, su piel de nata, sus labios protuberantes, sus largas piernas, y me viene a los labios el sabor de un dulce amelcochao de los que me compraba mi padre cuando se excedía en el castigo con la varita. Saboreo este, y pienso en los próximos…

Definitivamente, válidas las circunstancias, a nadie le amarga un dulce.

No hay comentarios.: