martes, mayo 06, 2014

Una chicana en aprietos


Te lo juro, el más difícil fue el primero. Quizás porque después de ese, los demás no importaban. Me dejé llevar por el impulso. No sé si me pegaste o no, o me dijiste algo, solo sé que tenía el zapato en la mano y me pareció que lo más adecuado era que te pegara con él en la cabeza con toda mi fuerza. El zapato se quedó incrustado en tu cráneo y salió disparado un chorro sanguinolento que me llegó a la cara y el pecho. Sentí ira. Ira de que te atrevieras a salpicar mi vestido y mi piel, ensuciándolos. No sabía que tenía tanto coraje por dentro. Halé el zapato hasta sacarlo y te seguí golpeando. Cada golpe con más fuerza, más furia. Le cogí gusto al tum tum del taco de mi zapato en tu cabeza. Y a levantar el brazo, a dejarlo caer, a verte encoger como una cucaracha. El sonido del golpe en el hueso y en las partes blandas era diferente; tum tum tam tam. Una especie de música sorda, en dos tonos. El segundo golpe te lo di a nombre de mi padre que me desvirgó de pequeña, y me dijo que si se lo decía a mi madre, nos mataba a las dos. El tercero fue por mi hermano. Vio a mi padre conmigo y pidió privilegios iguales o me delataba. El otro por el hombre que quien me casé y cuando tenía la barrigota del hijo que no nació vivo, me abandonó. Y los otros por ti, otro y otro. Por las veces que me dijiste mexicana sucia, estúpida, no sirves para nada, me avergüenzas. Por los golpes que me diste cuando estabas borracho y las veces en que amenazaste con reportarme a inmigración. No me joderás más la vida.

Mi furia se fue disipando, y entonces me percaté  que tus sesos estaban  derramados en el suelo: se habían ido colando por los huecos en tu cabeza. Sesos y sangre habían llegado hasta a las paredes donde formaban caminos de un tono barroso.  Limpié el taco del zapato, pero no pude recoger tus sesos para reacomodarlos. Lo intenté, lo juro, pero esa masa que se escapaba de tu cabeza se me escurría por entre los dedos como gelatina. No estabas respirando, así que no importaba mucho, realmente nada. ¿Para qué quieres de vuelta unos sesos revolcados, ahora sucios?  Me dan asco.

Me desvestí y fui al lavamanos a limpiar el vestido. Las manchas de sangre no salen, nunca salen y oigo a mi madre llamarme. Estela, hija, ¿por qué hay sangre en tu sábana, niña? Y no sé que decirle. Me quedo callada y no insiste. 

Me salvaste del mundo de los indocumentados, ofreciéndome tu apartamento que era mi seguridad de una vida tranquila. Te estabas tomando un riesgo y no me dejabas olvidarlo. Cuando te emborrachabas decías que me denunciarías si no hacía tu voluntad. Me lo decías junto a la ristra de palabras soeces con las cuales nos describías a mí y a mi familia: sucia, arrabalera, puta.

Estrego y estrego mi blusa y la sangre no sale.  Las paredes manchadas también me delatan pero no me animo a limpiarlas.  Estoy demasiado cansada y me duelen los brazos.  Te miro y quisiera que no estuvieras ahí encogido en una posición fetal, tu traje manchado del líquido morado que aún se escurre por los huecos en tu cabeza.  Cojo el teléfono para marcar al 911 y lo cuelgo. 

Abro la puerta y me marcho, solo soy una chicana indocumentada. Me escurro en la noche, una deambulante más que duerme en el rellano de una puerta.   

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