viernes, enero 23, 2015

Cuquito y su sabiduría


Tomé la decisión de abrirle a Cuquito una página en Facebook. Algo sencillo para intentar explicar mi locura de pensar en él como un hijo alado.  Para intentar que los demás comprendan, y, a la vez, yo cerciorarme de que hacerlo no es una chifladura.  Y es que Cuquito tiene una sabiduría muy especial, que logró llegar a esa parte de mi corazón que ya consideraba invulnerable: la que se engancha, que se apega, que ama.
Compré a Cuquito sin siquiera saber qué edad tenía, en el solar lateral a Plaza las Américas donde vendían aves exóticas.  Venía de visitar a mi mamá, para ese entonces ya encamada, y decidí entrar a ver las aves, igual que habría podido decidir entrar a las tiendas.  Era domingo soleado y las aves más pequeñas caminaban un círculo ya trazado en el suelo, en grupo: pequeños finches, cotorritas, love birds y cockatiels.  Se adelantaban unas a otras mientras en sus lenguajes parecían conversar. Como si fuera de otro planeta, un cockatiel se empeñaba en caminar por la parte exterior del círculo, solo, apresurado, batiendo las alas, típico de alguien ansioso.
Di un paso al frente para verlo mejor, y él se detuvo a mirarme, como si reconociera que había encontrado a alguien que podía entender su ansiedad.  Me incliné a decirle: ¿qué te pasó?, cuando pude verle el cuello sin plumas. El pajarito levantó la cabeza como si fuera a responderme y el joven que atendía el negoció se acercó a mí. Cómprelo, me dijo con la certeza de que yo estaba en un momento vulnerable. El anterior dueño lo devolvió porque se arranca las plumas, me explicó, pero no tema, le volverán a crecer… ¿Usted tiene hijos? ¿No?  Mejor, así podrá darle más atención.  Es lo que necesita para salir de la depresión y dejar de lastimarse.
Balbuceé que no tenía experiencia con aves deprimidas (no podía contar la mía con las depresiones), y menos con un pajarito que saliera de la jaula (lo deja en ella me dijo el chico, pero le compra juguetes y rápidamente incluyó algunos al paquete que me preparaba).  Lo último que hizo fue echar al pajarito en reversa en una pequeña caja de cartón.  Se llama Cuquito y sabe decir su nombre, añadió a modo de despedida. Aturdida, aún indecisa, habiendo pagado, me fui.
El lunes estuve todo el día tratando de decidir si lo devolvía.  Nervioso, asustado quizás, no cantaba. A la hora de acostarlo, al pasar junto al refrigerador pensé que no había escuchado  hielo caer en todo el día.  Cubrí la jaula con una sábana para que Cuquito durmiera, el congelador se activó y al sonido, rompió a cantar como un loco. Hace diez años de esa tarde. Cuquito efectivamente sabía su nombre, pero jamás le crecieron las plumas del cuello. Alguna que otra que se aventuraba, era siempre  arrancada con un grito.  Al poco tiempo, llegando a Utuado de paseo, me preguntó ¿Qué passshó?  Debe haber tenido esa frase rondando su cerebro, esperando el momento adecuado para devolvérmela, desde la tarde que me escogió.

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