domingo, diciembre 18, 2005

La sonrisa de la luna


Despierta, me dice, y lo hago porque imagino que es algo importante lo que hace que me obligue a abrir los ojos. Por la ventana abierta se cuela la luna, y va a mirarse directo al espejo. Desde allí, tal parece que nos sonríe. La sorpresa nos llena de gozo, y ambos al unísono la saludamos, buenas noches, señorita luna.

Mi hermana tenía el sueño liviano, y durante la noche la aporreaba el dolor de la artritis que padecía desde muy niña, así que se pasaba contando las estrellas. Una vez descubrió que la luna se venía a mirar a nuestro espejo, se dedicó a dibujarla. La dibujada vestida de diferentes formas, en etiqueta de hombre; en vestido de gala, regia como una reina; de pordiosera, e incluso de colegiala, con un uniforme como el nuestro. No importa la ropa, siempre le pintaba una sonrisa. La luna es feliz, me decía. Mira lo hermosa que es, no puede ser desgraciada.

Yo sé que mi hermana se comparaba con la luna, y entonces se miraba los dedos que habían comenzado a deformársele, y cuando se pintaba, siempre se pintaba una sonrisa invertida. Ella le dio ese nombre cuando le pregunté por qué siempre se pintaba triste. No es eso, tonta, es que mi sonrisa es invertida. Mira, si viras el dibujo te das cuenta.

La noche que mi hermana se fue con la luna, no me desperté hasta que ya era demasiado tarde. La encontré en el baño, empapada de su propia sangre. Había puesto a salvo el último dibujo que hizo de la luna y ella. Estaba dedicado a mí, y no tuve que virarlo para apreciar las sonrisas de ambas.

Desde entonces cuando la luna viene a mirarse en el espejo, y por casualidad me despierta, me parece que detrás de ella, siempre veo reflejado el rostro sonriente de mi hermana.

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