martes, octubre 14, 2014

Sonata para dos



Los gritos y las risas de los niños que juegan en la calle la distraen de su intento por recordar las notas musicales de la pieza que toca al piano. Herodes duerme imperturbable sobre la tapa superior. Con los años, su frondoso y brillante pelaje gris se ha hecho escaso y opaco.  Parcialmente ciego, dormita por horas cerca de su ama.

La melodía con que aporrea el piano es la única que aprendió de memoria en las lecciones que tomó de joven.  De niña, escuchaba a su padre interpretarla y tiene varias cajas de música que al abrirlas hacen volar las notas de la conocida sonata.  Es una colección pequeña que comenzó con el regalo de un admirador que conocía de su gusto. Cuando desempolva, les da cuerda para deleitarse con su música y saborear los recuerdos de su infancia y del compañero de vida que murió hace años. Recuerdos con sabor a mango y a fresas.

Se levanta de la banquilla, se asoma a la ventana y los niños por un momento guardan silencio.  Le temen.  “La vieja loca”, la llaman entre ellos y alguno, más valiente, lo grita en la noche frente a su casa. Se hace la desentendida. Vive sola, con un gato por única compañía, y son muchos los años que tiene, así que efectivamente es vieja.  Tiene mucho de excéntrica, se podría decir que es loca: habla sola, le habla a sus plantas, a Herodes que le contesta en maullidos que ella entiende, y se pasa horas en el sillón con el gato en los brazos.

El felino se le enreda en las piernas ronroneando muy bajito y sonríe al recordar que le escogió el nombre con el propósito de amedrentar a los niños. La sonrisa es una de complicidad con el universo, y le suaviza el rostro, dando señales de que, de joven, pudo haber sido hermosa.

Recoge al gato en sus brazos; a su fiel compañero de los últimos años le queda poco tiempo.  Muere víctima del inexorable paso del tiempo, como morimos todos, piensa. Lo estrecha contra el pecho, no se siente preparada para dejarlo ir pero tampoco quiere que el animal sufra.  Es inminente la decisión y no puede evitar las lágrimas que se asoman a sus ojos diminutos, de un verde desteñido.  

Mece al gato como a un recién nacido.  Es un hijo, que, como ella, está consumiendo los últimos días que le quedan de vida. Lo abraza mientras entona la melodía que practicaba y es inesperado el torrente de lágrimas que la apabulla. Su cuerpo se dobla empequeñeciéndose aún más, mientras escapan de lo más profundo de su pecho unos sollozos roncos que le laceran las entrañas.

Se sienta con dificultad en el sillón y mientras acaricia a su niño bonito, tararea, apenas audible, una canción de cuna.

2 comentarios:

María José Moreno dijo...

Un bello y tierno relato que leí en el blog de Quirico pero que me trajo hacia ti con ganas de visitar tu casa. felicidades. Un saludo

margret dijo...

Gracias, María José..