Vivía en un mundo de tiempos.
Tiempo para levantarme, acostarme, ir al trabajo, salir, comer. Todo
medido por relojes: uno en mi muñeca izquierda, uno en la pared de la oficina,
en la cocina de mi casa, en el celular, en el teléfono inalámbrico, en la caja
del cable, en la computadora. Siempre con una diferencia de minutos aunque
tratara de mantenerlos al mismo tiempo.
Me di por vencida. El reloj de mi
auto nunca tendría exactamente la hora del que llevaba en la muñeca.
Recuerdo haber escrito de alguien que coleccionaba relojes y les daba
cuerda para que sonaran a la misma hora. Debe ser ambicioso eso de mantenerlos
en la misma hora para poder escuchar el coro de sonidos cada hora, en la
hora.
Cuando me retiré, elimine el reloj de muñeca. El sol había grabado su imagen en mi piel,
como un tatuaje. Los viejos luego de hacernos inservibles no necesitamos el
saber la hora. Nos levantamos cuando nos
despertamos, comemos cuando tenemos hambre y nos quedamos dormidos cuando el
sueño nos rinde.
Nunca pensé que los relojes, por ignorados, comenzaran a hacer valer su presencia. Ahora, cuando arrastro los
pies para caminar, cuando siento la respiración alterada por algún esfuerzo, sé
que no importa que no lleve reloj. La
raza humana, no puede hablar por otras, tiene un reloj interno. Uno que a su ritmo, marca que hay tiempo para
vivir, y tiempo para morir.
2 comentarios:
Te quiero, Tia <3
Yo a ti, corazón... ida y vuelta al infinito....
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