miércoles, febrero 28, 2007

Las manos de mi abuelo

Los cuentos de mi abuelo siempre tenían una moraleja y relataban algún incidente en su larga y por lo visto, accidentada vida.

A pesar de mi corta edad, yo escuchaba sus cuentos fascinada. Quizás intuía que de mayor intentaría atrapar en el papel algo de su sabiduría porque que sus cuentos me han servido para entender un poco mejor este complicado mundo.

El día que Edna y Julito se pelearon y la discusión escaló hasta llegar a los puños, mi abuelo nos contó de su primera y única pelea. De pequeño, nos dijo, era muy tímido y no tenía amigos. Por ser tan serio y estudioso los demás niños se burlaban de él. Intentaba no prestarles atención por más que sus comentarios y chifletazos lo hiriesen, hasta el día que Bruno, que era mayor y más grande y más fuerte que todos los demás le dijo cobarde.

Ese día el rencor de tantas bromas pasadas por alto, le cegó el entendimiento y con todas las fuerzas de su diminuto cuerpo se abalanzó sobre Bruno. Pequeño, su cuerpo desmentía la fuerza desarrollada en mañanas de madrugadas oscuras en que casi dormido ayudaba a su padre a arar la tierra.

Atacó a Bruno a puños hasta casi destrozarle la cara, y aún le quedaban fuerzas para seguir golpeándole si no hubiera sido porque los demás niños, asustados por la rudeza del encuentro, les separaron. Esa noche, contaba mi abuelo, le dolían las manos de los golpes que había propinado y a la luz de una vela las examinó. Los dedos habían comenzado a torcerse. Esa noche, casi llorando, juró que jamás dejaría que la ira le hiciera recurrir a los golpes. Cuando nos dejamos llevar por la rabia, y no por nuestro entendimiento, eso sucede. Y para demostrarlo, nos mostró sus manos grandes y de dedos torcidos que de tan deformes, lucían grotescos.

Por primera vez miré realmente sus manos. Aquellas manos gruesas, desfiguradas, muchas veces habían curado mis rodillas después de alguna caída y habían limpiado mis lágrimas. Aquellos dedos eran capaces de transmitirme la calma, de aliviar el dolor y de consolarme.

Esa noche aprendí que el anteponer la fuerza a la razón es castigado con manos deformes. También aprendí algo más importante: que no importa cuán jóvenes o viejas las manos, cuán feas o lo hermosas, lo que importa es el sentimiento que las guía y cómo nos hacen sentir cuando nos acarician.

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