viernes, septiembre 28, 2007

Ella y su soledad


Se sienta ante la computadora y teclea furiosamente, y desde la pantalla del ordenador las palabras le hacen muecas de burla. No sabe lo que escribe, ni lo que quiere escribir. Hace días que no escribía porque no encontraba palabras para describir lo que siente, lo que teme, lo que quiere. Pero hoy como chorros de lava las palabras fluyen de su cerebro a sus dedos sin censura.

No sabe lo que quiere. Cada nuevo año es igual. Todo es igual. Ni siquiera son nuevas sus lágrimas. Son las mismas, porque la razón de su pena no cambia.

Su pena se llama Soledad. Lo absurdo de la soledad que la acongoja es que es su amiga y compañera y cuanto alguien irrumpe el espacio que ocupan, se molesta. Es como si el aire que se mueve en su hogar se hiciera espeso y no pudiera llegar hasta sus pulmones, porque va congestionando y destruyendo los alvéolos. La enloquece ver una silla fuera de lugar, alguien caminando entre sus cosas sin el cuidado de velar que a su paso, todo quede ileso y en su sitio. Odia esa compulsividad, pero la comparten ella y su soledad.

Ella y su soledad coexisten en paz. Se asusta su soledad en días como hoy cuando ella llora, porque entiende la incongruencia de querer todo en su sitio y a la vez estar en compañía. Necesita de amor, como las plantas necesitan lluvia. Pero el amor ocupa espacio. Y toma sitio, y cambia cosas. Y deja heridas...

Más que nada, abre heridas. Sanando de ellas, llegó su soledad, la miró apesadumbrada y decidió quedarse para que nadie más le hiciera daño. Le prometió que sus ojos no se nublarían de lágrimas, pero no contó con la necesidad de amor de la mujer que habita en ella.

Teme su soledad que ella ceda ante esa necesidad y abra el espacio, permitiendo que el aire nuevamente se ennegrezca y que cambien las cosas de sitio, y la eche de su lado, para nada. Porque su soledad sabe, aún mejor que ella, que el amor nunca permanece por mucho tiempo en casa. Que es como el zumbador que se posa sobre la flor, y luego de probar su néctar se desplaza a otra parte. Si tan sólo pudiera conformarse con ese paso fortuito del ave, sin esperar que anide. Aceptar los momentos de felicidad que la libación del pajarito, cual caricia, le ofrece, para luego verlo volar, sin importarle el rumbo a que le lleve su destino.

Sabe su soledad que es mejor aceptar esos momentos y entre ellos, disfrutar la una de la otra con un café, un cigarrillo y un buen libro.

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